5. El éxodo – El desierto, magia y teúrgia

Del libro «Los Grandes Iniciados» de Edouard Schuré

LIBRO IV.   Moisés (la misión de Israel)

 

El plan de Moisés era uno de los más extraordinarios, de los más audaces que un hombre haya jamás concebido. Arrancar un pueblo al yugo de una nación tan poderosa como el Egipto, conducirle a la conquista de un país ocupado por poblaciones enemigas y mejor armadas, arrastrarle durante diez, veinte, cuarenta años por el desierto; abrasarle por la sed, extenuarle por el hambre; hostigarle como a un caballo de sangre bajo las flechas de los Hetitas y de los Amalecitas prontos a despedazarle, aislarle con su tabernáculo del Eterno en medio de aquellas naciones idólatras. Imponerle el monoteísmo con violencia de fuego e inspirarle un temor tal, una tal veneración hacia aquel Dios único, que éste se encarnó en su carne, viniendo a ser su símbolo nacional, el objetivo de todas sus aspiraciones y la razón de su existencia. Tal fue la obra inaudita de Moisés.

El éxodo fue concertado y preparado de antemano por el profeta, los principales jefes israelitas y Jetro. Para ejecutar su plan, Moisés aprovechó un momento en que Menephtah, su antiguo compañero de estudios, que era Faraón, tuvo que rechazar la invasión temible del rey de los Libios, Mermaiu.

El ejército egipcio, ocupado por completo en la frontera Oeste, no pudo contener a los hebreos, y la emigración en masa se operó con toda tranquilidad.

He aquí pues en marcha a los Beni-Israel. Aquella larga fila de caravanas, llevando las tiendas sobre camellos, seguida de grandes rebaños, se prepara para contornear el mar Rojo. Aun no son más que algunos millares de hombres. Más tarde, la emigración se engruesa “con toda clase de gentes”, como dice la Biblia: Cananeos, Edomitas, Árabes, Semitas de todo género, atraídos y fascinados por el profeta del desierto, que de todos los extremos del horizonte les evoca para moldearlos a su guisa. El núcleo de aquel pueblo está formado por los Beni-Israel, hombres rectos, pero duros, obstinados y rebeldes. Sus hags o sus jefes les han enseñado el culto del Dios único, que, constituye entre ellos una alta tradición patriarcal. Pero en aquellas naturalezas primitivas y violentas, el monoteísmo no es aún más que una conciencia mejor e intermitente. En cuanto sus malas pasiones se despiertan, el instinto del politeísmo, tan natural al hombre, domina. Entonces vuelven a caer en las supersticiones populares, en la brujería y en las prácticas idólatras de las poblaciones vecinas de Egipto y de Fenicia, que Moisés va a combatir con leyes draconianas.

Alrededor del profeta que manda en aquel pueblo, hay un grupo de sacerdotes presididos por Aarón, su hermano de iniciación, y por la profetisa María, que representa ya en Israel la iniciación femenina. Aquel grupo constituye el sacerdocio. Con ellos, setenta jefes elegidos o iniciados laicos, se agrupan alrededor del profeta de Iahvé, que les confiará su doctrina secreta y su tradición oral, que les transmitirá una parte de sus poderes y les asociará a veces a sus inspiraciones y a sus visiones.

En el corazón de aquel grupo se lleva el arca de oro; Moisés ha tomado la idea de los templos egipcios en que servía de arcano para los libros teúrgicos; pero la ha hecho refundir sobre un modelo nuevo para sus designios personales. El arca de Israel está flanqueada por cuatro querubines de oro, parecidos a esfinges y semejantes a los cuatro animales simbólicos de la visión de Ezequiel. Uno tiene cabeza de león, el otro de toro, el tercero de águila y el cuarto una cabeza de hombres. Ellos personifican los cuatro elementos universales: la tierra, el agua, el aire y el fuego; y también los cuatro mundos representados por las letras del tetragrama divino. Con sus alas los querubes cubren el propiciatorio.

Aquella arca será el instrumento de los fenómenos eléctricos y luminosos producidos por la magia del sacerdote de Osiris, fenómenos que, exagerados por la leyenda, engendraron los relatos bíblicos, el arca de oro contiene además el Sepher Bereshi o libro de Cosmogonía redactado por Moisés en jeroglíficos egipcios, y la vara mágica del profeta llamada verga por la Biblia. También contendrá el libro de la alianza o la ley del Sinaí.

Moisés llama al arca el trono de Aelohim; porque en ella reposa la tradición sagrada, la misión de Israel, la idea de Iahvé.

¿Qué constitución política dio Moisés a su pueblo?. Sobre este extremo, es preciso citar uno de los pasajes más curiosos del Éxodo. Este pasaje parece tanto más antiguo y auténtico cuanto que nos muestra el lado débil de Moisés, su tendencia al orgullo sacerdotal y a la tiranía teocrática, reprimida por su iniciador etíope. Dice así:

“Al siguiente día, cuando Moisés juzgaba al pueblo, y el pueblo estaba ante Moisés desde la mañana a la noche. “Habiendo visto el suegro de Moisés todo lo que ordenaba al pueblo, le dijo:

¿Qué haces al pueblo?. ¿De dónde viene que tú solo estás sentado y el pueblo está ante ti desde la mañana a la noche?.

Y Moisés respondió a su suegro:

 “Es que el pueblo viene a mí para preguntarme sobre Dios. Cuando tienen algún litigio, vienen a mí; entonces yo juzgo entre uno y otro, y les hago oír las leyes de Dios“

Pero el suegro de Moisés le dijo:

No haces bien. Ciertamente sucumbirás tú y también el pueblo que contigo está; porque eso es demasiado pesado para ti y no podrás hacerlo tú solo. Escucha pues mi consejo; yo te aconsejaré y Dios estará contigo. Sé para el pueblo un enviado de Dios y lleva las causas ante Dios”. Instrúyeles en las, ordenanzas y las leyes, y hazles escuchar la voz a la que deben obedecer y lo que tienen que ejecutar. Elige de entre todo el pueblo hombres virtuosos, temerosos de Dios, hombres verdaderos que odien la ganancia deshonrosa y establece sobre ellos jefes de millares, jefes de centenas, de cincuenta y de diez. Y que ellos juzguen al pueblo en todo tiempo; pero que te lleven todos los asuntos grandes y que juzguen las causas pequeñas. Así aliviarán tu trabajo y llevarán contigo una parte de la carga. Si haces esto, y Dios te lo manda, podrás subsistir y todo el pueblo llegará felizmente a su destino”.

Moisés obedeció a la palabra de su suegro, e hizo todo lo que él había dicho[1]. Se deduce de este pasaje que en la constitución de Israel, establecida por Moisés, el poder ejecutivo era considerado como una emanación del poder judicial y estaba bajo la autoridad sacerdotal.

Tal fue el gobierno legado por Moisés a sus sucesores, siguiendo el sabio consejo de Jetro. Siempre fue el mismo bajo los jueces, desde Josué a Samuel, hasta la usurpación de Saúl. Bajo los Reyes, el sacerdocio deprimido comenzó a perder la verdadera tradición de Moisés, que sólo sobrevivió en los profetas.

Como ya hemos dicho, Moisés no fue un patriota, sino un domador de pueblos que tenía por designio los destinos de la humanidad entera. Israel sólo era un medio; la religión universal era su objetivo, y sobre aquellos grupos nómadas su pensamiento iba a los tiempos futuros. Desde la salida de Egipto hasta la muerte de Moisés, la historia de Israel sólo fue un largo duelo entre el profeta y su pueblo.

Moisés condujo al principio las tribus israelitas al Sinaí, por el árido desierto, ante la montaña consagrada a Aelohim por todos los semitas, donde había tenido su revelación. Allí donde el Genio se había apoderado del profeta, el profeta quiso apoderarse de su pueblo e imprimirle en la frente el sello de Iahvé: los diez mandamientos, poderoso resumen de la ley moral y complemento de la verdad trascendente encerrada en el libro hermético del arca. Nada más trágico que aquel primer diálogo entre el profeta y su pueblo.

Allí ocurrieron escenas extrañas, sangrientas, terribles, que dejaron como la huella de un hierro al rojo en la carne mortificada de Israel. Bajo las amplificaciones de la leyenda bíblica, se adivina la verdad posible de los hechos.

Los hombres escogidos de las tribus están acampados en la meseta de Pharán, a la entrada de una garganta abrupta que conduce a las rocas del Serbal. La cabeza amenazadora del Sinaí domina aquel terreno pedregoso, volcánico. Ante toda la asamblea, Moisés anuncia solemnemente que va a ir a la montaña para consultar a Aelohim y que traerá la ley escrita sobre una tabla de piedra. Ordena al pueblo que vele y ayune, que le espere en la castidad y la oración. Deja el arca portátil, cubierta por la tienda del tabernáculo, bajo la guarda de los setenta Ancianos. Luego desaparece por el desfiladero, no llevando consigo más que a su fiel discípulo Josué.

Pasan días; Moisés no vuelve. El pueblo se inquieta al pronto, luego murmura: “¿Por qué habernos traído a este horrible desierto y habernos expuesto a las flechas de los Amalecitas?. Moisés nos ha prometido conducirnos al país de Canaán donde fluye la leche y la miel, y he aquí que morimos en el desierto. Más valía la servidumbre en Egipto que esta vida miserable. ¡Ojalá tuviésemos aún los platos de carne que comíamos allá!. Si el Dios de Moisés es el verdadero Dios, que lo pruebe, que todos sus enemigos queden dispersados y que entremos en el acto en el país de promisión”. Esos murmullos engruesan; los Israelitas se amotinan y los jefes toman parte en la revuelta.

Y he aquí que viene un grupo de mujeres que cuchichean y murmuran entre sí. Son las hijas de Moab, de piel negra, cuerpos flexibles, formas opulentas, concubinas o siervas de algunos jefes Edomitas asociados a Israel.

Recuerdan ellas haber sido sacerdotisas de Astaroth y haber celebrado las orgías de la diosa en los bosques sagrados del país natal. Ellas sienten que ha llegado la hora de reconquistar su imperio. Vienen adornadas con oro y trajes vistosos, con la sonrisa en los labios, como una multitud de hermosas serpientes que salieran de tierra haciendo lucir al sol sus formas ondulantes de reflejos metálicos. Se mezclan con los rebeldes, les miran con sus ojos relucientes, les abrazan, hacen sonar sus anillos de cobre, les seducen con sus lenguas zalameras: “¿Quién es, después de todo, aquel sacerdote de Egipto y su Dios?. Habrá muerto en el Sinaí. Los Refaim le habrán arrojado a un abismo. No es él quien conducirá las tribus al Canaán. Que los hijos de Israel invoquen a los dioses de Moab: Belphegor y Astaroth. ¡Ésos son dioses que se pueden ver, y que hacen milagros!. Ellos les conducirán al país de Canaán”.

Los revoltosos escuchan a las mujeres moabitas, se excitan unos a otros y este grito parte de la multitud: “Aarón, haznos dioses que marchen ante nosotros, porque nada sabemos de Moisés, el que nos sacó de la tierra de Egipto”. Aarón trata en vano de calmar a la multitud. Las hijas de Moab llaman a los sacerdotes fenicios llegados con una caravana. Éstos traen una estatua de Astaroth de madera y la elevan sobre un altar de piedra. Los rebeldes obligan a Aarón, bajo amenaza de muerte, a fundir el becerro de oro, una de las formas de Belphegor. Se sacrifican toros y machos cabríos a los dioses extranjeros, se dedican a beber, a comer, y las danzas lascivas, dirigidas por las hijas de Moab, comienzan alrededor de los ídolos, al son de las zambombas, de los kinnors y de los panderos agitados por las mujeres.

Los setenta Ancianos, elegidos por Moisés para la custodia del arca, han tratado en vano de detener aquel desorden con sus amonestaciones. Ahora se sientan en tierra con la cabeza cubierta de ceniza. Agrupados alrededor del tabernáculo del arca, oyen con consternación los gritos salvajes, los cantos voluptuosos, las invocaciones a los dioses malditos, demonios de lujuria y de crueldad. Ven con horror a aquel pueblo desenfrenado y rebelado contra su Dios. ¿Qué va a ser del Arca, del Libro y de Israel, si Moisés no vuelve?.

Moisés vuelve. De su gran recogimiento, de su soledad en el monte de Aelohim, trae la Ley sobre tabletas de piedra[2]. Llegado al campo, ve las danzas, la bacanal de su pueblo ante los ídolos de Astaroth y de Belphegor. A la vista del sacerdote de Osiris, del profeta de Aelohim, las danzas cesan, los sacerdotes extranjeros huyen, los rebeldes vacilan. La cólera hierve en Moisés como un fuego devorador. Rompe las tablas de piedra, y se ve que aniquilaría a todo su pueblo y que Dios está en él. Israel tiembla, pero los rebeldes lanzan miradas de odio disimuladas bajo el miedo. Una palabra, un gesto de vacilación de parte del jefe profeta, y la hidra de la anarquía idolatra va a elevar contra él sus mil cabezas y barrer, bajo una granizada de piedras, al arca santa, al profeta y a su idea. Pero Moisés está allí y tras él los poderes invisibles que le protegen.

Comprende que es preciso, ante todo, templar el alma de los setenta elegidos, elevarlos a su propia altura y por ellos a todo el pueblo. Él invoca a Aelohim-Iahvé, el Espíritu masculino, el Fuego Principio del fondo de sí mismo y del fondo del cielo.

— ¡A mí los setenta! —exclama Moisés—. Que tomen el arca y suban conmigo a la montaña de Dios. En cuanto a este pueblo, que espere y tiemble. Voy a traerle la sentencia de Aelohim.

Los levitas sacan de bajo de la tienda el arca de oro envuelta en sus velos, y el cortejo de los setenta desaparece con el profeta en los desfiladeros del Sinaí. No se sabe quién tiembla más, si los levitas por lo que van a ver, o el pueblo por el castigo que Moisés deja suspendido sobre su cabeza como una espada invisible.

¡Ah, si se pudiera escapar de las manos terribles de aquel sacerdote de Osiris, de aquel profeta de desdicha!, dicen los rebeldes. Y apresuradamente la mitad del campo pliega las tiendas, ensilla los camellos y se prepara a huir.

Mas he aquí que un crepúsculo extraño, un velo de polvo se extiende sobre el cielo; una brisa dura sopla del mar Rojo, el desierto toma un color rojizo y lívido, y detrás del Sinaí se amontonan gruesos nubarrones. Por fin, el cielo se ennegrece. El huracán trae torbellinos de arena y los relámpagos hacen estallar en torrentes de lluvia las nubes que envuelven el Sinaí. Pronto el rayo reluce y su voz, repercutida por todas las gargantas del macizo, estalla sobre el campo en detonaciones sucesivas con un estruendo espantoso. El pueblo no vacila en que aquello se debe a la cólera de Aelohim invocada por Moisés.

Las hijas de Moab han desaparecido. Los ídolos son derribados, los jefes se prosternan, los niños y las mujeres se esconden bajo el vientre de los camellos. Esto dura toda una noche, todo un día. El rayo ha caído en las tiendas, ha matado hombres y animales y el trueno retumba continuamente.

Hacia el oscurecer la tempestad se calma, las nubes humean aún sobre el Sinaí y el cielo continúa negro. Mas he aquí que a la entrada del campamento reaparecen los setenta, Moisés en cabeza. Y en el vago resplandor del crepúsculo, el semblante del profeta y el de sus elegidos irradia con luz sobrenatural, como si trajeran sobre su cara el reflejo de una visión luminosa y sublime. Sobre el arca de oro, sobre los querubines con alas de fuego, oscila un resplandor eléctrico, como una columna fosforescente.

Ante aquel espectáculo extraordinario, los Ancianos y el pueblo, hombres y mujeres se prosternan a distancia.

— Que los que estén por el Eterno, vengan a mí — exclama Moisés.

Las tres cuartas partes de los jefes de Israel se agrupan alrededor de Moisés, los rebeldes continúan escondidos bajo sus tiendas. Entonces el profeta avanza y ordena a sus fieles que pasen a cuchillo a los instigadores del motín y a las sacerdotisas de Astaroth, a fin de que Israel tiemble para siempre ante Aelohim, que se acuerde de la ley del Sinaí y de su primer mandamiento: “Yo soy el Eterno, tu Dios que te ha sacado del país de Egipto, de la tierra de servidumbre. Tú no tendrás otro Dios ante mi faz. No construirás imágenes ni semejanza alguna de las cosas que están arriba en los cielos, ni en las aguas, ni bajo tierra”.

Por esta mezcla de terror y de misterio, Moisés impuso su ley y su culto a su pueblo. Era preciso imprimir la idea de Iahvé en letras de fuego sobre su alma, y sin aquellas medidas implacables el monoteísmo no hubiera jamás triunfado del politeísmo invasor de la Fenicia y de Babilonia.

Pero ¿Qué es lo que habían visto los setenta en el Sinaí?. El Deuteronomio (XXXIII, 2) habla de una visión colosal, de millares de santos aparecidos en medio de la tempestad sobre el Sinaí, en la luz de Iahvé.

¿Vinieron los sabios del antiguo ciclo, los antiguos iniciados de los Arios, de la India, de Persia y de Egipto, todos los nobles hijos del Asia, para proteger a Moisés en su obra y ejercer una presión decisiva sobre la conciencia de sus asociados?. Las potencias espirituales que velan sobre la humanidad, siempre están presentes, pero el velo que de ellas nos separa no se desgarra más que en las grandes horas y para raros elegidos. Sea de ello lo que quiera, Moisés hizo pasar a los setenta el fuego divino y la energía de su propia voluntad.

Ellos fueron el primer templo, antes que el de Salomón: el templo viviente, el templo en marcha, el corazón de Israel, luz real de Dios.

Por medio de las escenas del Sinaí, por la ejecución en masa de los rebeldes, Moisés adquirió autoridad sobre los Semitas nómadas que mantenía bajo su mano de hierro. Pero análogas escenas, seguidas de nuevas represiones por la fuerza, tuvieron que reproducirse durante las marchas y las contramarchas hacia el país de Canaán. Como Mahoma, Moisés tuvo que desplegar a la vez el genio de un profeta, de un hombre de guerra y de un organizador social. Tuvo él que luchar contra los desfallecimientos, las calumnias, las conspiraciones. Después del tumulto popular, tuvo que abatir el orgullo de los sacerdotes-levitas que querían igualar su papel al suyo, darse como él por inspirados directos de Iahvé. También tuvo que combatir las conspiraciones más peligrosas de algunos jefes ambiciosos, como Coré, Datan y Abiram, que fomentaban la insurrección popular para derribar al profeta y proclamar un rey, como lo harán más tarde los Israelitas con Saúl, a pesar de la resistencia de Samuel. En aquella lucha, Moisés tiene alternativas de indignación y de piedad, ternuras de padre y rugidos de león, contra el pueblo que se agita bajo la presión de su espíritu, y que a pesar de todo la sufrirá. De ello encontramos un eco en los diálogos que la narración bíblica relata entre el profeta y su Dios, diálogos que parecen revelar lo que pasaba en el fondo de su conciencia.

En el Pentateuco, Moisés triunfa de todos los obstáculos por los más inverosímiles milagros; Jehovah, concebido como un Dios personal, está siempre a su disposición. Él aparece sobre el tabernáculo como una nube brillante que se llama la gloria del Señor. Sólo Moisés puede entrar allí; los profanos que se aproximan son heridos de muerte. El tabernáculo que contiene el arca, juega en la narración bíblica el papel de una gigantesca batería eléctrica que, una vez cargada con el fuego de Jehovah, aniquila masas humanas. Los hijos de Aarón, los doscientos cincuenta adeptos de Coré y de Datan y catorce mil hombres del pueblo (?) mueren de este modo.

Además Moisés provoca a hora fija un temblor de tierra, que engulló a los tres jefes rebeldes con sus tiendas y sus familias. Este último relato es de una poesía terrible y grandiosa. Pero está lleno de tal exageración, de un carácter tan visiblemente legendario, que sería pueril discutir su realidad. Lo que ante todo da un carácter exótico a estas narraciones, es el papel de Dios irascible y cambiante que en todas ellas juega Jehovah. Siempre está preparado para fulminar y destruir, mientras que Moisés representa la misericordia y la prudencia. Una concepción tan contradictoria de la divinidad, no es menos extraña a la conciencia de un iniciado de Osiris que a la de un Jesús.

Y sin embargo, esas colosales exageraciones parecen proceder de ciertos fenómenos debidos a los poderes mágicos de Moisés y que tienen sus análogos en la tradición de los templos antiguos. Éste es el lugar de decir qué es lo que puede creerse de los llamados milagros de Moisés desde el punto de vista de una teosofía racional y de los puntos elucidados de la ciencia oculta. La producción de fenómenos eléctricos bajo diversas formas por la voluntad de poderosos iniciados, no es únicamente atribuida a Moisés por la Antigüedad.

La tradición caldea la atribuía a los magos, la tradición griega y latina a ciertos sacerdotes de Júpiter y de Apolo. En casos parecidos, los fenómenos son efectivamente del orden eléctrico. Pero la electricidad de la atmósfera terrestre debía ser puesta en movimiento por una fuerza más sutil y más universal difundida por todas partes, que los grandes adeptos sabían atraer, concentrar y proyectar[3]. Esta fuerza es llamada akásha por los brahmanes, fuego principio por los magos de Caldea, gran agente mágico por los Cabalistas de la Edad Media. Desde el punto de vista de la ciencia moderna, se la puede llamar fuerza etérea. Se puede bien atraerla directamente, bien evocarla por intermedio de agentes invisibles, conscientes o semiconscientes, que pululan en la atmósfera terrestre y que la voluntad de los magos sabe dominar. Esta teoría nada tiene de contraria a una concepción racional del universo, y aun es indispensable para explicar una multitud de fenómenos, que sin ella serían incomprensibles. Es preciso añadir, únicamente, que estos fenómenos están regidos por leyes inmutables y siempre proporcionadas a la fuerza intelectual, moral y magnética del adepto.

Una cosa antirracional y antifilosófica sería el poner en movimiento la causa primera, Dios, por un ser cualquiera, o la acción inmediata de esta causa por él, lo que vendría a ser una identificación del individuo con Dios.

El hombre no se eleva a él, más que relativamente por el pensamiento o por la oración, por la acción o por el éxtasis. Dios sólo ejerce su acción en el universo indirecta y jerárquicamente por medio de las leyes universales e inmutables que expresan su pensamiento, como a través de los miembros de humanidad terrestre y divina que le representan parcial y proporcionalmente en lo infinito del espacio y del tiempo.

Sentados esos puntos, creemos perfectamente posible que Moisés, sostenido por los poderes espirituales que le protegían y manejando la fuerza etérea con una ciencia consumada, haya podido servirse del arca como de una especie de receptáculo, de acumulador atractivo para la producción de fenómenos eléctricos de una potencia tremenda. Él se aislaba con sus sacerdotes y confidentes por medio de vestiduras de lino y perfumes que le protegían de las descargas del fuego etéreo. Pero esos fenómenos debieron ser raros y limitados. La leyenda sacerdotal los exageró. Debió bastar a Moisés herir de muerte a algunos jefes rebeldes o a algunos levitas desobedientes por  una producción de fluido, para aterrorizar y castigar todo el pueblo.

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Editado por Gracia Muñoz en Enero de 2018.

 

[1] (Éxodo XVIII, 13-24. La importancia de este pasaje, desde elpunto de vista de la constitución social, ha sido justamente señalada por M.Saint-Ives en su hermoso libro: La Mission des Júifa).

[2] (En la antigüedad, las cosas escritas sobre la piedra pasaban por ser las más sagradas. El hierofante de Eleusis leía a los iniciados, en tablas de piedra, cosas que juraban no decir a nadie y no se encontraban escritas en parte alguna).

[3] (Por dos veces un asalto al templo de Delfos fue rechazado en condiciones parecidas a las que aparecen en los milagros de Moisés. En 480 (A. de J. C), las tropas de Jerjes lo atacaron y retrocedieron espantadas ante una tempestad, acompañada de llamas que salían del suelo, y de la caída de grandes bloques de roca. (Herodoto). —En 279 (A. de J. C), el templo fue de nuevo atacado por una invasión de Galls o Kimris. Delfos sólo estaba defendido por una pequeña tropa de Focenses. Los bárbaros dieron el asalto; en el momento en que iban a penetrar en el templo, una tempestad estalla y los Focenses rechazaron a los Galls. (Véase la hermosa narración en L’Histoire des Gaulois, de Amadeo Tierry, libro II).