Relato de Gracia Muñoz basado el artículo de Oskar Kürten Los reinos elementales como períodos de tiempo y como ámbitos de seres
Laura tenía 42 años y vivía en una casa sencilla al pie de una montaña. Era terapeuta y jardinera, y desde niña había sentido una sensibilidad especial hacia las piedras, las raíces y los silencios de la tierra. Pero nunca había sabido cómo nombrar eso que a veces la envolvía cuando, sola, caminaba por el bosque tras la lluvia, o cuando ponía sus manos en el barro húmedo y le parecía escuchar una respiración que no venía del aire.
Una noche, en medio de una fuerte tormenta, se despertó de golpe. Había soñado que las piedras se volvían transparentes y dentro de ellas danzaban formas luminosas, como si la roca contuviera un cielo. En el sueño, una voz suave le decía:
“Ya no es tiempo de ver las cosas desde fuera. Cruza el umbral”.
Laura no sabía qué significaba, pero durante los días siguientes sentía como si el mundo físico hubiera cambiado. Las hojas parecían moverse con un sentido secreto, y los cristales de cuarzo que guardaba desde niña comenzaron a brillar con una calidez desconocida. No era ilusión: algo en ella se había abierto.
Una tarde, caminando por un sendero cubierto de musgo, sintió que el suelo bajo sus pies era más blando, más… sutil. Como si el reino mineral estuviera cediendo su peso. Se detuvo y apoyó las palmas en una gran piedra. Cerró los ojos. Entonces, sucedió.
No fue visión, ni palabra. Fue una presencia. Como si la piedra la mirara desde adentro y dijera:
“Todo lo que tú crees que está dormido… es lo que te sostiene. Y antes de ti, nosotros fuimos forma sin cuerpo, gesto sin peso. Somos tus hermanos antiguos, los que te prepararon el lecho de tu encarnación”.
Laura cayó de rodillas. No por miedo, sino por reverencia. Comprendió que lo que llamamos mundo sólido es solo la cristalización final de una danza previa, hecha de movimiento, música y voluntad.
En los días siguientes, Laura comenzó a escuchar a los minerales. No con los oídos, sino con su alma. Entendía que el primer reino elemental era la memoria de lo que la Tierra fue; el segundo, la respiración formadora de los elementos; y el tercero, donde ella ahora ingresaba, era el reino de los seres que sostienen el límite entre lo invisible y lo visible.
Uno de esos seres, que se llamaba Tharil, se hizo presente en sus meditaciones. No tenía cuerpo, pero era como una espiral dorada, flotando con gravedad suave. Le mostró que todo lo que la humanidad llama materia, esconde dentro de sí un templo, y que en el tercer reino elemental viven sus arquitectos invisibles.
Laura entendió entonces que, como ser humano, debía transformar su percepción: no mirar solo las cosas, sino mirar dentro de las cosas, como si cada piedra, cada metal, cada estructura del mundo, fuera un velo que oculta un ser, un mensaje, un gesto divino aún no terminado.
Desde ese día, su tarea cambió. Ya no era solo terapeuta ni jardinera. Se convirtió en servidora de los umbrales. Ayudaba a otros a tocar, con respeto y pureza, ese límite entre lo denso y lo sutil. Enseñaba a mirar la piedra con el alma, y a descubrir en lo aparentemente muerto, la vida elemental aún no nacida.
Y aunque nunca volvió a hablar de esto abiertamente, supo que había entrado en contacto con el tercer reino elemental: el último suspiro invisible antes de que algo se haga materia. Y en cada roca que pisaba, sentía la presencia de esos antiguos seres que, desde el fondo del tiempo, aún cantaban:
“No olvides que el mundo comenzó siendo música”.
