Relato de Gracia Muñoz basado en los reinos elementales
Sandra tenía 56 años y el alma curtida por miles de historias compartidas como guía turística. Su vida había sido intensa, tejida entre viajes, culturas y encuentros. Siempre en movimiento, con una energía incansable y un don especial para conectar a las personas. Pero ahora, en la víspera de su retiro, un calor distinto comenzaba a despertarse en ella.
No era un bochorno físico ni una fiebre. Era un calor sutil, casi íntimo, que sentía en el pecho cuando caminaba sola por las mañanas o cuando los nietos le tomaban la mano en silencio. Era un calor que no quemaba, sino que emanaba desde dentro como si una llama invisible hubiera comenzado a encenderse tras años de espera.
Esa sensación la acompañaba también en momentos extraños: al ver salir el sol en lo alto de una colina, al entrar en una iglesia antigua, o al cerrar los ojos mientras escuchaba el viento. Entonces, la envolvía un murmullo que no venía de afuera, sino de atrás del tiempo. Y comprendía —sin palabras— que algo estaba naciendo.
Una noche soñó con un espacio oscuro, sin forma, vasto como el universo antes del universo. Allí, solo existía calor. No había cuerpos, ni pensamientos, ni recuerdos. Solo una presencia ardiente, sin llama. En ese espacio, escuchó un eco que vibraba en su corazón:
—“Eres hija del calor. Antes de ver, antes de tocar, eras calor. Y al calor volverás cuando todo se encienda desde adentro.”
Al despertar, supo que había tocado un umbral profundo. No era una regresión al pasado, sino una reconexión con el origen. Ese calor que comenzaba a fluirle no era suyo. Era el calor del mundo naciente, la vibración del Antiguo Saturno, esa primera condición planetaria de la Tierra cuando aún todo era potencial, espíritu en estado de germinación.
Desde entonces, Sandra se volvió más silenciosa, pero más viva. Ya no necesitaba ver lugares nuevos: podía sentarse junto al fuego y sentir que estaba participando del primer día de la creación. Encendía una vela al anochecer y se quedaba contemplándola, como si el fuego le contara algo que nadie más recordaba.
En el calor de su pecho, en la ternura de sus manos, en la calidez de sus palabras, la fuerza del primer reino elemental comenzaba a brillar. Y aunque ella no usaba esas palabras, sabía que algo antiguo y sagrado había despertado.
Una tarde, abrazó a su nieto y le susurró:
—“¿Sabías que fuimos fuego antes de ser cuerpo?… Y en ese fuego, empezó todo.”
El niño no entendió mucho, pero se quedó dormido entre sus brazos. Y Sandra, con la frente tibia y los ojos cerrados, volvió a sentir ese calor sin llama. El calor de lo que aún no ha nacido, pero ya vive.
