La Guardiana del Jardín Invisible

Cuento simbólico inspirado en Ita Wegman

Por Gracia Muñoz.

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En un rincón del mundo donde los mapas se desdibujan y los nombres se vuelven eco, nació una niña en medio de un jardín tropical, entre cantos de pájaros invisibles y perfumes que hablaban a los sueños. Su madre le dio un nombre, pero los árboles del lugar la llamaban de otro modo: La que escucha el dolor de la Tierra.

Desde pequeña, sentía que los cuerpos hablaban, aunque los labios callaran. Tocaba la corteza de un árbol herido y sabía si iba a sanar. Miraba a los ojos de su madre y comprendía lo que ni ella sabía que sentía. Tenía manos cálidas y ojos de profundidad serena.

Un día, cuando ya era joven y el jardín de su infancia quedaba solo en sus recuerdos, una estrella caminante se le apareció en un sueño. No tenía forma, pero su luz era familiar. Le dijo:

Tu tarea no es curar con hierbas, ni con fórmulas. Tu tarea es recordar a los hombres que también su alma sangra… y que hay bálsamos invisibles que sólo se encuentran en el centro del corazón.

La joven despertó con el eco de aquella voz. Y así, cruzó océanos y montañas, buscando que aún no tenía nombre.

Llegó entonces a una ciudad de piedra y pensamiento, donde los hombres hablaban de ciencia y destino. Allí encontró al Guardián del Sol Interior, un sabio de mirada profunda y andar pausado. Él la reconoció. No con palabras, sino con una pausa. Como si la hubiera estado esperando desde siglos atrás.

Tú serás las manos de lo que yo apenas puedo nombrar, le dijo.

Y así fue como nació el Jardín Invisible, una casa blanca entre colinas, donde los enfermos no eran tratados como cuerpos rotos, sino como almas en tránsito. Allí se tejían ungüentos con minerales cantados, baños de luz y sombra, masajes que despertaban memorias dormidas.

La Guardiana se movía en silencio, entre camas y ventanas. No curaba, despertaba. A veces lloraba con los que sufrían, otras veces sonreía como si viera detrás del velo. Y todos los que pasaban por su presencia sentían que algo en ellos volvía a florecer.

Pero los tiempos cambiaron, y los hombres temieron lo que no comprendían. Algunos decían que hablaba demasiado con los ángeles. Otros que su medicina no tenía lógica. Los portones del saber oficial se cerraron para ella. Le quitaron títulos, salones, reconocimiento.

Y sin embargo, ella no se defendió. No gritó, no acusó. Solo tomó su lámpara y se retiró al jardín más interior, aquel que no estaba hecho de tierra, sino de memoria espiritual.

Allí, con pocos discípulos fieles, siguió encendiendo luces pequeñas, como quien sabe que el alma humana es semilla de eternidad.

Un día, cuando ya su cuerpo estaba cansado pero su espíritu firme, se acostó en su lecho y miró al cielo. Una estrella descendía otra vez hacia ella. La misma. Pero esta vez, no venía con un mensaje. Venía a buscarla.

Y así, la Guardiana del Jardín Invisible partió en silencio, dejando tras de sí senderos de oro que aún hoy, si cierras los ojos, puedes sentir en tu corazón cuando atraviesas una noche difícil.

Porque hay seres que no vinieron a enseñar con palabras, sino a sostener el alma del mundo en sus manos silenciosas. Ita fue una de ellas.


Y su jardín sigue floreciendo donde hay amor, presencia… y verdad.

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Un comentario el “La Guardiana del Jardín Invisible

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