GA291c3. El fenómeno del color en la naturaleza material

Rudolf Steiner — Dornach, 8 de  mayo de 1921

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Entre los colores hemos establecido una distinción fundamentada en su naturaleza. El negro, blanco, verde y flor de durazno se nos aparecen como imágenes y de esta naturaleza de imagen es preciso distinguir lo que hemos llamado la naturaleza-esplendor que nos aparece en el azul, en el rojo y en el amarillo. Hemos visto que estos tres colores tienen ciertas cualidades interiores -cierta voluntad, podríamos decir- por el hecho de que ellos brillan. El color se percibe en tanto que tal en lo que se llama el espectro, tal como se ve en el arcoíris, pero nosotros lo percibimos sobre los cuerpos. Para pintar nos servimos de colores, es decir, de componentes materiales, de mezclas, etc. Y esto nos conduce a hacernos una pregunta importante cuya respuesta no se encuentra en lo que normalmente es conocido en la época presente: ¿qué relación hay entre el color en tanto que tal, del que hemos aprendido a conocer su naturaleza fluida, su naturaleza de imagen y su carácter de luminosidad, con la materia? ¿Cómo es posible que la materia nos aparezca coloreada?

Quién haya estudiado el «tratado de los colores» de Goethe tal vez sabrá que, en esta obra, y por una cierta honestidad intelectual, Goethe no aborda de hecho la cuestión, porque con los medios que él disponía no hubiera podido llegar a resolver el problema del ¿cómo se fija el color en los cuerpos? Sin embargo, es ésta una cuestión que se escapa eminentemente del dominio del arte, de la pintura. Desde el momento en que pintamos nosotros mismos, realizamos, por así decirlo, este fenómeno al menos en lo relativo a lo que se ve. Fijamos el color y por este color captado tratamos de despertar la impresión pictórica. Cuando desde el estudio de la naturaleza de los colores queremos elevarnos al arte de pintar es preciso que nos interesemos por esta apariencia coloreada que reviste la materia.

En la época moderna también los físicos se han adueñado del color y consideran la teoría de los colores como un sector de la óptica, y así encontramos lo que podríamos llamar explicaciones dignas de la época moderna sobre la coloración de los cuerpos. Podemos encontrar, por ejemplo, esta explicación: ¿por qué un cuerpo es rojo? Un cuerpo es rojo porque absorbe todos los colores y no despide más que el rojo. He aquí una de las explicaciones de la física moderna y que corresponde, más o menos, a la siguiente lógica: ¿por qué este hombre es estúpido? Es estúpido porque él ha absorbido toda la inteligencia y no despide hacia el exterior más que la estupidez. Cuando se aplica a la vida este principio de la física se obtienen los resultados más interesantes.

Sobre este punto Goethe fue más honesto. Prosiguió el estudio de su problema en la medida en que le permitían los medios de los que disponía, pero, en un cierto sentido, se paró ante la pregunta: ¿cómo se colorea la materia?

Recordemos cómo hemos llegado a discernir el carácter de imagen de los cuatro primeros colores que se nos han aparecido. Hemos visto que en ellos tenemos siempre un ser que crea su sombra o su imagen en un medio. Hemos visto que lo vivo forma su imagen en lo inanimado y así aparece el verde. A continuación, hemos visto que el alma, lo psíquico, crea su imagen en lo vivo y así aparece el color flor de durazno. Hemos visto que el espíritu se refleja en el alma y así aparece el blanco y, en fin, que lo inanimado se refleja en el espíritu y entonces aparece el negro.

Tenemos aquí el conjunto de colores que tienen carácter de imagen, los otros tienen carácter de esplendor. La imagen nos aparece objetivamente, y de la forma más impresionante, en el verde. El negro y el blanco están, de alguna manera, en el límite de lo coloreado y es por esto que mucha gente no los considera como colores. Hemos visto que el color flor de durazno no puede ser retenido más que en el movimiento. En el verde tenemos lo que ante todo presenta el carácter de imagen. Y, lo hemos visto fijado en el mundo exterior, sobre todo en el reino vegetal. Se trata ahora de estudiar lo que la esencia del verde, su carácter, hace en nosotros cuando miramos detenidamente el verde de la planta. Para ello ampliamos el problema más allá de lo que es admitido habitualmente.

Sabemos por la Ciencia Oculta que el vegetal se formó durante el estadio que precedió a nuestra Tierra. También sabemos que en esa época lo sólido no existía todavía, por tanto, es preciso decir, al abordar la naturaleza vegetal, que estamos en presencia de algo que se formó durante la precedente metamorfosis de nuestra Tierra y que a continuación se transformó en el curso de la evolución; por otra parte, sabemos que este vegetal, durante la fase de evolución de la Antigua Luna, debió tomar forma en el elemento líquido ya que el sólido no existía como ya hemos dicho. Podemos decir del líquido que el color, que es fluctuante, lo impregna. Allí el color no tiene necesidad de fijarse, todo lo más lo hace en la superficie, pero en la superficie el líquido se aproxima ya al sólido. Remontándonos a la anterior metamorfosis de nuestra «Tierra» podemos decir que en la formación vegetal tenemos un verde fluctuante, al igual que un color fluctuante, que es en realidad un elemento líquido. Únicamente durante la fase de evolución «Tierra» las plantas pudieron adoptar la forma sólida impregnándose del elemento mineral, lo que hace de ellos seres delimitados no fluctuantes. Es en este momento cuando el color de la planta toma el carácter que nosotros percibimos y se transforma en un verde fijo.

Sin embargo, la planta no es únicamente verde, se sabe que pasa por una metamorfosis que la hace colorearse de tonos diferentes; la planta tiene flores amarillas, azules, blancas, rojas; los frutos también, por ejemplo, el pepino, se vuelve amarillento. Una observación superficial puede mostrarnos lo que allí actúa cuando la planta reviste otro color que el verde.

Cuando la planta toma otro color distinto al verde es esencialmente el sol, la luz solar directa, el origen de esta transformación. Pensemos en el hecho de que cuando las plantas no pueden exponer sus flores a la luz del sol se ocultan, se enrollan sobre ellas mismas. Tenemos ya aquí a primera vista la relación entre el Sol y el hecho de que ciertas partes de la planta no estén coloreadas de verde. Para establecer una unión entre la coloración variada de un vegetal y un cuerpo celeste podemos referirnos a lo expuesto en «La Ciencia Oculta» y preguntarnos: ¿qué nos enseñan las observaciones expuestas en ese texto sobre otras uniones eventuales de la planta coloreada con los astros?

Podemos proponernos esta pregunta: ¿qué planeta ejerce la acción más intensa sobre la Tierra? ¿Quién podría oponer su fuerza a la del Sol y así suscitar en el vegetal lo que en alguna forma la luz solar metamorfosea, destruye, transforma en otros colores? ¿qué es lo que puede producir el verde en el mundo vegetal?

Aquí llegamos al cuerpo celeste que representa la imagen contraria al Sol: la Luna. La ciencia espiritual también puede, mostrando cuáles son las propiedades de la luz de la Luna comparada a la del Sol y señalando que la luz de la Luna brilla cuando desaparece la del sol, observar la unión entre el verde de la planta y el ser de la Luna, lo mismo que se puede observar la unión de otros colores con el Sol. El vegetal nos aparece, por tanto, como combinando en él la acción del Sol y de la Luna, lo que al mismo tiempo nos explica por qué el verde se convierte en imagen y no tiene sobre la planta el esplendor de otros colores. Al mirar los colores de las corolas se siente que de ellas emana una luminosidad hacia nosotros, sin embargo, el verde es retenido por la planta. Lo que se percibe al hacer esta comparación no es otra cosa que lo que se ve en el cosmos: la luz del Sol brilla, la de la Luna es su reflejo, su imagen. Por tanto, tenemos en el vegetal, y gracias al Sol, el color espléndido y en el verde tenemos el color fijo, el color imagen.

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Estas son las cosas que no se pueden aprender con la ayuda de las nociones poco sutiles de la física. Ellas deben ser elevadas al nivel de la sensibilidad, ser comprendidas con la ayuda de una sensibilidad espiritualizada al extremo. En ese momento lo que ha sido comprendido se eleva hasta la esfera del arte. La física ha eliminado del estudio de los colores todo elemento artístico y así el artista no puede sacar los colores de lo que dice la ciencia.

Cuando nosotros estudiamos el mundo coloreado del vegetal sabiendo que el cosmos está activo en él, cuando discernimos en los colores que se reviste la planta una actividad conjunta de las fuerzas solares y lunares, en ese momento estamos en presencia del primer elemento que nos permite conocer como el color, en alguna forma, se fija sobre un objeto, sobre un vegetal. Esta actividad deviene en el color de este objeto por el hecho de que a partir del cosmos no es el esplendor lo que actúa sino la imagen en tanto que tal. En la planta tenemos el verde que deviene imagen por el hecho de que un día, en el curso de la evolución, la Luna se separó de la Tierra: es ahí donde hay que buscar el verdadero origen del verde presente en el reino vegetal. Como la planta ya no está expuesta a las fuerzas lunares presentes en la Tierra ella recibe del cosmos este carácter de imagen.

La sensibilidad conoce esta unión de influencias alternas entre el vegetal y el cosmos y así dejándonos inspirar por esta sensibilidad nos podemos aproximar cada vez más al carácter del verde y de los otros colores de las plantas. Hay algo singular: si nos remontamos en la historia de la pintura constataremos que los pintores famosos pintaban muchos seres humanos, escenas en las que participan hombres y por el contrario pintaban poco la naturaleza visible, la vegetación. A este hecho puede dársele, naturalmente, una explicación banal, puede decirse que en tiempos pasados no había costumbre de observar la naturaleza y que por tanto no se la pintaba. Esto no es más que una explicación banal, pero la humanidad de hoy día se contenta fácilmente con estas banalidades.

En la base de este fenómeno existe otra cosa. La pintura de paisajes aparece precisamente en la época en que el materialismo y el intelectualismo se adueñan de los hombres, cuando la abstracción se posesiona cada vez más de la civilización. Puede decirse que la representación de los paisajes es un producto únicamente de los tres o cuatro últimos siglos. Si se tiene en cuenta esto habrá que decirse que es únicamente en el curso de los tres o cuatro últimos siglos cuando el ser humano, por su actitud interior, ha llegado a captar el elemento que le hace capaz de pintar paisajes. ¿De dónde viene esto?

Miremos las obras pintadas en el pasado y veremos que todas tienen un carácter bien definido. En los colores establecemos una distinción entre los que tienen carácter de imagen y los que tienen carácter de esplendor y vemos esto cada vez más, pero en los pintores del pasado constatamos que en sus obras no había esta distinción. Ellos no tenían en cuenta el dinamismo interno del color, su esplendor, por ejemplo, el hecho de que el amarillo exige diluirse yendo hacia el exterior, hacia la periferia. Únicamente lo tenían en cuenta en sus obras de contenido espiritual pero nunca cuando pintaban el mundo cotidiano. Todo esto lo podemos constatar en los cuadros de Vinci y de Tiziano, por ejemplo, pero sin embargo puede decirse que, en conjunto, los pintores antiguos no hacían distinción entre la imagen y el esplendor. ¿Por qué?

Si queremos pintar un paisaje que verdaderamente de la impresión de la vida es preciso pintar el verde y de los demás colores de la planta un poco más sombríos de lo que son en realidad. Cuando se ha fijado color de esta forma en su carácter de imagen es preciso bañarlo, envolverlo en un ambiente que, en cierta forma debe ser de un blanco teñido de amarillo, es decir, de una luz blanco amarillenta. Y únicamente de esta forma obtendremos con exactitud lo que es la planta. Esta naturaleza de imagen debe ser recubierta de un resplandor para que así pase al carácter de esplendor del color, obtener el carácter de esplendor.

Estudiemos desde este punto de vista todos los efectos que tienen lugar en el dominio de la pintura de paisajes en la época moderna. Si se pinta el vegetal tal como está en el mundo exterior, el resultado no es bueno. La imagen no da la impresión de lo vivientes, únicamente la da si como ya hemos visto, se pinta la planta en tono más sombrío que el natural y luego se le envuelve de un resplandor blanco amarillento lleno de luminosidad. Los maestros de antaño no practicaban esta pintura luminosa y por eso no podían abordar el paisaje.

A partir del siglo XIX, al final, podemos observar cómo comienza la búsqueda de cómo acceder al paisaje. Se ven aparecer toda clase de tentativas en este sentido, por ejemplo, la luminosidad, pero para llegar allí es preciso decidirse a pintar el vegetal tal como hemos indicado teniendo en cuenta que es necesario adaptarse a la atmósfera de los colores. El pintar con esta sensibilidad nos conducirá a recubrir todo con una coloración que sea la expresión de la luz del cosmos, del esplendor que se esparce desde las alturas del universo sobre toda la Tierra. Solamente por esta vía se puede penetrar hasta el secreto que permite pintar las plantas, por tanto, de la naturaleza cubierta de vegetación.

Si tenemos esto en cuenta comprenderemos también que en el fondo es en la propia naturaleza del color dónde se debe buscar todo lo que se quiere obtener por medio de la pintura. ¿De qué medios dispone el pintor para ello? Se tiene la superficie, tela, papel o cualquier otro material, y se fija sobre ella por medio de imágenes lo que se tiene frente a los ojos; pero cuando algo no se deja fijar por imágenes, como es el caso del ser del vegetal, entonces es preciso, para el ojo, envolverlo en un resplandor.

No hemos abordado las diferentes sustancias minerales inanimadas coloreadas, pero aparece aquí de forma particular la necesidad de poner en acción nuestra sensibilidad. El mundo de los colores no se deja dominar por la inteligencia, es preciso recurrir a la sensibilidad para captarlos. Yo preguntaría ahora sí en la propia naturaleza del color hay algo que confirme esto. Si se pintan objetos privados de vida, por ejemplo, una pared, es preciso preguntarse ¿hay una necesidad de que, a partir del color, se debe comprender lo que se mira a partir del color con qué se pinta? En efecto, la necesidad es grande. Imaginemos lo que es soportable y lo que no lo es. Un cuadro negro sobre una superficie blanca es totalmente soportable, pero si en una habitación pintada con los muebles únicamente azules se pinta un cuadro en azul a poco dotado que se esté de sentido artístico se encontrará esta habitación insoportable. No se puede fijar directamente sobre el papel o sobre la tela más que lo que figura de un objeto inanimado que ya por su color tiene el carácter de imagen. Ahora es preciso preguntarse: ¿qué permite hacer los colores negro, blanco, verde y flor de durazno cuando se trata de objetos inanimados? Es preciso entonces inspirarse del propio color para ver qué se puede pintar. Las cosas son de tal forma -cuando se pinta a partir del color que es también una imagen- que no se tiene el objeto inanimado, no sé tendría más que la imagen, no aparecería la representación de la silla sino únicamente su imagen.

¿Qué hacer entonces? Cuando se pinta lo inanimado se debe dar a la imagen el carácter de esplendor. Al carácter de imagen del negro, blanco, verde y flor de durazno hay que añadir una luminosidad interior y entonces estos colores pueden combinarse con otros, como el azul, amarillo y rojo. Cuando se pintan objetos inanimados no hay que perder de vista que los propios objetos tienen en sí mismos una cierta fuente de luminosidad velada. Es preciso que el pintor, en cierto sentido, se represente su tela o papel como siendo también luminosa. Cuando se pinta lo inorgánico, lo inanimado, se debe tener presente el espíritu, sentir en sí mismo que una especie de luminosidad sorda subyace en todos los objetos inanimados y por consecuencia su superficie es, en cierto sentido, transparente y luminosa desde el interior.

Con todo esto llegamos a ver que, al pintar, al fijar el color, al hacerlo aparecer sobre la superficie como por encantamiento, debemos en alguna forma darle carácter de la luminosidad que despide, de lo contrario nosotros dibujaremos, pero no pintaremos. Cuando se avanza sobre la vía por la cual uno se inspira en el color para pintar es preciso perseguir esta tentativa: descifrar el enigma de la naturaleza, de la esencia del color para en alguna forma obligarle a una vuelta, es decir si es imagen obligarle a revestir el carácter de esplendor y por tanto hacerla interiormente luminosa. Si no se pinta así lo que se obtenga no será en absoluto soportable en la naturaleza inanimada. Una pared que se pinta de un determinado color sin que éste tenga luminosidad interior no es una pared sino únicamente la imagen de una pared. Es preciso que obtengamos colores de los que emane un brillo interior, de este modo ellos son en cierto sentido mineralizados. Es por esto que deberemos hallar cada vez más una vía para pasar del procedimiento que consiste en pintar a partir de la paleta, embadurnando simplemente la superficie con el color material que jamás permitirá obtener una luminosidad interior, a un método que consiste en sacar el color del pocillo. Se deberá pintar únicamente con el color licuado, con el que tenga la apariencia de fluido; cuando se adopta el procedimiento de servirse de la paleta se introduce de forma general en la pintura un elemento no artístico, una incomprensión de la naturaleza interior del color que, de hecho, en tanto que tal, jamás es absorbida por el objeto material, pero vive en él y aparecer como viniendo de él. Por eso cuando pinto el color sobre la superficie debo hacer que sea luminoso.

Para obtener está fuerza luminosa en nuestro edificio hemos tratado de utilizar colores vegetales que son los que más fácilmente dan este brillo. Quien tiene sentido de las cosas vera que de los minerales coloreados emana está luminosidad interior que nosotros tratamos de hacer aparecer por encantamiento cuando queremos pintar un mineral. Al pintar no copiando un modelo, no según la naturaleza, sino a partir del color aprendemos de verdad a captar el mineral en su luminosidad interior.

¿Cómo ha llegado el mineral a ser interiormente luminoso? En la piedra coloreada se nos aparecen los colores cuando ella es iluminada por el sol, y sin embargo la luz del sol actúa allí mucho menos que en la planta. Sobre ésta la luz hace surgir como por encanto los colores distintos al verde. Sobre el mineral coloreado, sobre los objetos inanimados coloreados, en general, lo que hace la luz del Sol es simplemente que ella hace visibles sus colores. Por la noche nos vemos los colores. Pero la fuente del color del mineral está en su interior. ¿Porqué? ¿Cómo se produce? De nuevo estamos aquí frente al problema de que hemos partido en la conferencia de hoy.

Para poder considerar el verde de la planta hemos hablado de la salida de la Luna, tal como se encuentra descrita en «La Ciencia Oculta». Ahora debemos hablar de otras separaciones que se produjeron en el curso de la evolución.

Siguiendo las descripciones de la evolución de la Tierra dadas en “La Ciencia Oculta” veremos que los cuerpos celestes que rodean la Tierra y que constituyen su sistema planetario, estuvieron unidos al planeta y se separaron del mismo modo que lo hizo la Luna. Todo esto está en unión con la existencia del Sol, pero de una forma general, y si no miramos más que la Tierra, podemos decir que se trata de una salida. La coloración interior de los objetos inanimados está en relación con esta separación de los otros planetas. La materia sólida se colorea, puede colorearse, cuando la Tierra se encuentra liberada de las fuerzas que contenía cuando los planetas estaban todavía unidos a ella, y cuando estas fuerzas actuando desde el exterior a partir del Cosmos hacen nacer en los cuerpos minerales el poder interior de coloración. Esto es lo que reciben los minerales de lo que abandonó la Tierra y actúa ahora sobre ellos a partir del Cosmos. Se trata por tanto de un elemento mucho más secreto, mucho más oculto del que está en la fuente del verde de las plantas. Pero precisamente porque está oculto penetra la sustancia mucho más profundamente y alcanzar por consecuencia no solo al vegetal vivo sino también al mineral inerte y lo penetra con fuerza.

Al considerar la coloración de los cuerpos nos vemos conducidos a admitir algo que la física moderna no tiene en cuenta en absoluto. No podemos en forma alguna explicar la coloración de los cuerpos inanimados si no sabemos que este color está unido a las fuerzas internas que los cuerpos terrestres han conservado después que los otros planetas fueron separados de la Tierra.

La coloración roja de mineral cualquiera no podemos explicárnosla más que por la colaboración de la Tierra con un planeta, Marte o Mercurio. Los amarillos tiñen el mineral por la colaboración de la Tierra con Júpiter o Venus, etc. Los colores del mineral continuarán siendo un enigma mientras el hombre no sé decida a representárselos unidos a lo que en el Cosmos es exterior a esos minerales.

Si queremos pasar a lo viviente es preciso apelar a luz del Sol, a la de la Luna y también al color verde fijado sobre el vegetal y a los otros colores de las plantas que sobre ellas devienen luminosidad, esplendor. Si queremos comprender el brillo que emana hacia nosotros desde el interior de las sustancias, este elemento presente en el espectro ordinariamente fluctuante, y que está fijado en el interior de los cuerpos es preciso que rememoremos que lo que hoy día está en el cosmos en otros tiempos estaba en el interior de la tierra y que por tanto es este el origen en la tierra de un elemento fluctuante. La causa de lo que se disimula bajo la superficie del mineral es preciso buscarla fuera de la Tierra. Esto es lo esencial, lo verdaderamente importante. Lo que se encuentra en la superficie de la Tierra se explica más fácilmente por ella misma que lo que se encuentra bajo su superficie que debe ser explicado por una acción del cosmos. Por tanto las sustancias minerales de nuestra Tierra brillan para nosotros a través de los colores de los planetas que se separaron de la Tierra, colores que se encuentran de nuevo bajo el influencia de los planetas correspondientes presentes en nuestro entorno cósmico.

Todo esto implica que cuando al pintar fijamos el color -materia animada- sobre la superficie en alguna forma debemos atravesar con un fondo de luz está superficie, impregnarla por completo de espíritu, crear una misteriosa luz interior. Podríamos formular la cosa de la siguiente forma: la luminosidad que desde las plantas desciende hasta nosotros debemos tratar de colocarla detrás de la superficie sobre la que fijamos la imagen a fin de que la obra pintada despierte en nosotros, orgánicamente, la impresión general de una realidad esencial y no únicamente la de una imagen. Por tanto, cuando se pinta lo inanimado lo que importa es espiritualizar los colores. ¿Qué es lo que esto quiere decir?

Recordemos el esquema que aquí se ha dado, se ha dicho que el negro es finalmente la imagen de lo inanimado en el espíritu. Creamos en apariencia lo espiritual y en su caso reproducimos lo inanimado, y al colorearlo, al impregnarlo totalmente de brillo, hacemos aparecer en él la esencia. Este es efectivamente el proceso en el que hay que mantenerse cuando se pinta lo inanimado, los objetos sin vida.

Tratemos de admitir que ahora podemos elevarnos de nuevo hasta el reino animal. Cuando queremos pintar un paisaje en el que hay animales se tiene que dar un color algo más claro que el real y a continuación velarlo con una luz ligeramente azulada. Si eventualmente queremos pintar animales rojos – lo que se produce realmente- entonces es preciso recubrirlos de un resplandor azulado, y en todas partes en las que se pasa de la vegetación a los animales reemplazar por este azul ligero la luminosidad que envuelve las plantas; de esta forma se tendrá la impresión de una imagen privada de vida. Por tanto, podemos decir que cuando se pinta lo inanimado es preciso que tenga en todo el carácter de esplendor, que sea luminoso desde el interior. Cuando pintamos los seres vivos, por ejemplo, la planta, es preciso que tengan el aspecto de una imagen-esplendor. Pintamos en primer lugar la imagen con una pincelada tan vigorosa que incluso nos apartamos del color natural y al darle una coloración un poco más oscura la revestimos de un brillo: esto es la imagen-esplendor. Si pintamos lo que está dotado de alma, por ejemplo, el animal, debemos obtener el esplendor-imagen sin ir hasta la imagen completa. Esto es lo que obtenemos al reproducir los colores más claros, al ir de la imagen hacia el esplendor recubriéndola del elemento que, en cierto sentido, vela la pura transparencia. Así es como obtenemos el esplendor-imagen.

Si nos elevamos hasta el ser completamente espiritualizado, hasta el hombre, es preciso que nuestro esfuerzo llegue hasta pintar la imagen pura.

  • Objetos inanimados:                         esplendor
  • Vegetal:                                               imagen-esplendor
  • Seres dotados de alma, animales: esplendor- imagen
  • Ser espiritualizado, hombre:           imagen

Es esto precisamente lo que hacían los artistas que todavía no pintaban la naturaleza exterior, ellos habían creado la imagen pura. Nosotros llegamos aquí a la imagen completa, es decir que en el trabajo debemos englobar también los colores que se nos aparecen en las imágenes con el carácter de esplendor. Para llegar a esto debemos, en cierto sentido, despojarlos de este carácter de esplendor cuando abordamos el ser humano, manejarlos como si fueran imágenes, lo que significa que pintamos la superficie en amarillo esforzándonos en hacer aparecer un motivo en ella. La superficie amarilla requiere en alguna forma ser suavizada en los bordes, en ninguna parte está permitido tener un amarillo que no esté diluido en su periferia. Cuando se pinta al ser humano se le puede despojar de su coloración real y hacer de él una imagen y de esta forma se transforman los colores-esplendor en colores-imagen. Así, cuando se pinta al hombre no se tiene necesidad de nada más que de la transparencia del medio.

Pero entonces es preciso desarrollar de forma particular el sentido de aquello en lo que deviene el color cuando él reviste el carácter de imagen. Se hace realmente el recorrido de la naturaleza de los colores en su totalidad cuando se adquiere el sentido de la diferencia entre el carácter de imagen y lo que vive en el esplendor. Cuanto más progresamos en la dirección de la imagen esta imagen se aproxima más al elemento pensamiento. Cuando pintamos un ser humano podemos pintar de él en realidad más que los pensamientos que de él nos hacemos, pero esta idea es preciso que tome forma visible y que se manifieste en el color. Se vive en el color cuando, por ejemplo, al pintar una superficie amarilla uno puede decirse: este amarillo debería deshilacharse; lo transformó en imagen y debo modificarlo con ayuda de los colores que le bordean; es preciso que en alguna forma yo justifique sobre mi cuadro el hecho de despojar al amarillo de su dinamismo.

Vemos cómo es posible pintar a partir del color, cómo es posible considerar al mundo de los colores como algo que ha evolucionado en el curso de la historia de la Tierra. En un principio el color era el esplendor del cosmos irradiando sobre la Tierra; a continuación, lo que estaba en la Tierra la abandona, irradia de nuevo hacia ella y de esta forma el color se interioriza en el objeto. Al vivir esta experiencia en el color acompañamos interiormente este proceso cósmico y tenemos así la posibilidad de vivir en el propio color.

Vivir en el color es diluirlo en el pocillo, hundir en él el pincel, abordar la superficie para fijarlo y conducirlo hacia el estado sólido. No es vivir en el color el tener una paleta en las manos, pintarrajear en ella para mezclar los colores, tenerlos bajo forma sólida en la paleta y a continuación extenderlos sobre la tela. Por este procedimiento yo no vivo en el color sino fuera de él. Yo vivo en el color cuando lo hago pasar del estado líquido al sólido ya que con este acto yo hago en alguna forma la experiencia por la que el color mismo ha pasado evolucionando de la fase Luna a la fase Tierra donde por primera vez él toma una forma fija. Lo sólido, por el contrario, no ha podido nacer más que de la Tierra.

Es así como se crea de nuevo una unión con el color. Es preciso que yo viva en mi alma con el color, que me sienta alegre cuando vea el amarillo, que experimente la dignidad o la gravidez del rojo, que yo pueda, ante el azul, participar del ambiente de dulzura que llega hasta las lágrimas. Es preciso que impregne de espíritu el color si quiero hacer aparecer sus cualidades interiores. No debo pintar si no tengo esta comprensión espiritual del color y en particular cuando quiero pintar objetos inanimados o inorgánicos. Esto no quiere decir que sea preciso hacer simbolismos, que uno debe darse a un contra-arte. No es cuestión de dar a los colores otro significado que el color, lo que importa es que se pueda vivir el color.

Se cesa de hacer todo esto cuando se abandonan los cubiletes; ya no se vive con el color donde se reemplaza el color líquido por la paleta. Es a causa de este paso del color del cubilete a la paleta que, poco a poco, los retratistas pintan sobre la tela auténticos maniquíes, nada que sea interiormente realmente vivo. No es posible pintarlo vivo más que cuando se sabe vivir verdaderamente con el color. Tales son las sugestiones que yo quería proponer en estas tres conferencias, aunque ellas podrían ser, naturalmente, desarrolladas hasta el infinito.

Con mucha frecuencia se oye decir que los artistas tienen auténtico temor de todo lo que es científico y no quieren que el conocimiento, la ciencia, venga a estropearles su arte. Goethe, aunque no pudo acceder enteramente a la fuente del color -pero si dio los elementos que permiten hacerlo- dijo muy justamente a propósito de este temor de los artistas ante la teoría: «hasta ahora se ha constatado en los pintores un temor, incluso una aversión expresa, frente a toda consideración teórica sobre el color y sobre lo que a él está unido, hechos que no deben ser interpretados negativamente. Todo lo que hasta ahora se calificaba como teoría se hacía sin fundamento. Deseamos que nuestros esfuerzos puedan, en alguna medida, reducir este temor e inspiren al artista el deseo de animar, de vivir y poner a prueba con la práctica los principios que hemos establecido».

Cuando se camina de forma conveniente sobre la vía del conocimiento el tema escapa a la abstracción y se eleva al plano concreto del arte, especialmente en el caso de un elemento tan fluctuante como el mundo de los colores. La causa de que los artistas tengan derecho a experimentar tal miedo frente a la teoría está en la propia decadencia de nuestra ciencia ya que esta teoría no es más que la interpretación intelectual de la materia tal como ella se nos aparece, en particular, en la física moderna y en la óptica. El elemento coloreado es fluido y sería de desear que el pintor no manejara el color sólido tal como lo hace sobre la paleta, sino que lo conservara en estado líquido en el pocillo. Cuando el físico dibuja sus figuras en el tablero y nos dice: «de esto… el amarillo sale aquí y más allá el violeta», este género de consideraciones nos hace escapar. No es éste el lugar del físico. La física debe limitarse al carácter expansivo de la luz en el espacio. El estudio del color no puede hacerse más que si él se eleva a nivel del alma. Cuando más o menos se dice que fuera de nosotros hay una causa objetiva que actúa sobre nosotros, sobre nuestro yo, sin una representación precisa del yo, estas palabras están vacías de sentido. El propio Yo está en el color. El Yo y el cuerpo astral humanos no pueden estar disociados del color, ellos viven en el color y están fuera del cuerpo físico en la medida en que ellos están unidos al color fuera de él; ellos no hacen más que reproducir los colores en el cuerpo físico y en el cuerpo etérico. He aquí el elemento que importa, la cuestión de saber si un elemento objetivo del color actúa sobre un elemento subjetivo no tiene ningún sentido. El Yo y el cuerpo astral están en el color, ellos están en él; es él quien les introduce en el cuerpo físico y en el etérico. Si se quiere tener acceso a la realidad es preciso hacer caminar la reflexión según esta orientación invertida.

Todo lo que se insinúa en la física, todo lo que encierra en sus trazos y líneas, todo eso debe desaparecer. Es preciso que sea inaugurada una época en la que se rechazará el dibujar cuando se hable de color, en la que nos esforcemos en coger el color en su fluidez, en su vida. He aquí lo que cuenta. Alejar de uno mismo toda teoría para entrar en el dominio del arte. Así al pintor se le ofrece una forma de estudiar el color que él pueda hacer suya, y cuando él vive por completo en esta forma de ver las cosas esta idea ya no es en su alma un pensamiento teórico es una vida en el propio color. Desde el momento en que él vive en los colores ellos mismos son los que responden a la pregunta ¿cómo se debe fijarlos?

Lo que importa es que se dialogue con los colores, que sean ellos mismos los que digan el lugar que quieren tomar en la superficie. He aquí lo que eleva al nivel del arte una forma de considerar las cosas que quiere ante todo penetrar en la realidad. Nuestra física destruye todo esto y es por eso que hoy día es preciso recalcar que estos elementos de estudio que conducen ante todo hacia la psicología y hacia la estética no deben en ningún momento ser deformados por el método empleado en la física, es preciso que se comprenda que debe intervenir otra forma de mirar las cosas. El goetheanismo nos ofrece los elementos del espíritu y del alma y es este goetheanismo lo que se debe desarrollar. Vamos a pensar de forma viviente para continuar progresando y esto podemos hacerlo con la ciencia espiritual.

 

 

 

Traducido por: Mercedes Arnaldes

 

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