GA117c3. Profundos secretos de la historia humana a la luz del Evangelio de San Mateo

Rudolf Steiner — Berlín, 23 de Noviembre de 1909

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En la conferencia anterior nos referimos al Evangelio de San Mateo en su relación con la Misión de los hebreos y el advenimiento de Jesucristo en el seno de este pueblo. En efecto, mediante la ayuda que nos brinda el estudio de los Evangelios, lograremos que se haga gradualmente la claridad en lo concerniente a la forma en que se unieron las diferentes corrientes de la vida espiritual, formándose, sobre esa base, la gran corriente única del cristianismo, que habría de desarrollar papel tan esencial en el ulterior desenvolvimiento de la tierra. En un breve curso como éste, sólo es posible trazar una somera reseña de la participación que correspondió al pueblo hebreo en la evolución general de la humanidad. Pero no podrá interpretarse correctamente el Evangelio de San Mateo a menos que se tengan en cuenta, en cierta medida, otros rasgos significativos de dicho pueblo.

Para ello, será necesario imponer a nuestros espíritus con toda claridad del carácter real que tuvo su misión. Ya hemos visto la gran diferencia que media entre ésta y las misiones de otros pueblos cristianos. En efecto, estas últimas se hallaban todavía vinculadas con aquello que podríamos denominar experiencias de la antigua clarividencia. Puesto que estas experiencias se daban entre todos los pueblos antiguos, bien podrían llamarse experiencias de la antigua Sabiduría. Si hubiéramos de describir este hecho en forma completamente externa, diríamos: en la antigua Atlántida los hombres, en general, podían ver todavía los fenómenos del mundo espiritual. Si bien las experiencias de los Iniciados eran de orden superior, todo individuo poseía una noción general del mundo de los espíritus; así, en algunos estados conscientes de transición, los hombres de entonces podían penetrar los reinos espirituales.

Esas facultades debie­ron ser reemplazadas, sin embargo, por aquella que constituye, en la actualidad, la principal facultad del hombre, es decir, la actividad de la mente, la adquisición de una comprensión del mundo exterior por medio de los sentidos físicos, a través de la vida en el mundo físico. A lo largo del lento transcurso del desarrollo precristiano, fue adquiriendo el hombre, gradualmente, esta facultad. De este modo, puede afirmarse que el antiguo pueblo hindú poseía todavía un rico residuo de la antigua clarividencia. Las enseñanzas de los Rishis sagrados cons­tituían el legado de las épocas antiguas, el patrimonio de una sabiduría rudimentaria.

Aún en la segunda época cultural —de la antigua Persia— las enseñanzas y prédicas de los discípulos de Zaratustra no se fundaban sino en este legado de la antigua clarividencia. Del mismo modo, la astronomía caldea se hallaba impregnada de la pasada sabiduría, y otro tanto podía decirse de la egipcia. Ni los egipcios ni los caldeos hubieran sido capaces de comprender una ciencia formulada sobre la base de las facultades postatlantes. En efecto, en aquellos tiempos, no existía una ciencia de carácter físico, una ciencia expresada bajo la forma de ideas y conceptos. El tipo de pensamiento prevaleciente en la actualidad no existía entonces. Es necesario establecer la considerable diferencia que media entre un verdadero clarividente de nuestro tiempo y los clarividentes de la antigua Caldea o Egipto. Veamos en qué consiste un caso de clarividencia en nuestros días.

El clarividente percibe lo que se conoce con el nombre de manifestaciones del mundo espiritual; percibe presentaciones, experiencias del mundo del espíritu, en forma tal que se ve obligado a impregnar estas experiencias con su pensamiento terreno ordinario, con la comprensión lógica adquirida a través de su existencia terrenal. Las experiencias de un moderno clarividente no pueden ser comprendidas si éstas no se han manifestado en un espíritu ya adiestrado, en forma metódica y ordenada, en el pensar lógico y claro. En caso contrario, las revelaciones actuales permanecen oscuras e incomprensibles; para entenderlas, es necesario que el espíritu las encare con pensamiento lógico. Todo aquel que experimente estas visiones sin la voluntad del pensar lógico, sin la voluntad de una clara comprensión, sin la suficiente preparación y desarrollo de sus potencias terrenas, sólo podrá tener visiones incomprensibles, clarividencias que, no pudiendo interpretarse, resultarán confusas y, a veces, engañosas. Sólo un espíritu dotado de una gran voluntad de aprender en forma inteligente, puede llegar a gozar, en la actualidad, de la inspiración del vidente. En un movimiento espiritual como el nuestro, se le concederá la mayor importancia, por consiguiente, al hecho de que el aprendizaje de la facultad vidente no debe ser un desarrollo unilateral; al hecho de que las manifestaciones del mundo espiritual no deben ser encaradas de manera unilateral, sino que, en todos los casos, el espíritu deberá desempeñar un papel activo, saliendo al encuentro de estas revelaciones y experiencias.

También ha de recurrirse a la capacitación lógica si se desea desarrollar la facultad de la visión interior; en nuestros días, no pueden separarse ya estas dos cosas. Pero en los tiempos de Egipto o de Caldea, la situación de los videntes era completamente distinta. Entonces, el vidente recibía, junto con sus inspiraciones —que seguían un camino totalmente distinto— las leyes de la lógica. No necesitaba, por lo tanto, un estudio particular de la lógica. Una vez adquirida cierta preparación espiritual, junto con sus inspiraciones, la experiencia clarividente le impartía la ley completa. Nuestro organismo actual ya no puede comportarse en esta forma; el hombre ha superado esta etapa, dejándola a sus espaldas, pues la evolución va siempre hacia adelante. Teniendo presente esta diferencia, no resulta difícil comprender que en las épocas precristianas aparecieran constantemente residuos de la antigua clarividencia, con la sola excepción del antiguo pueblo hebreo. Dicho pueblo estaba destinado a desarrollar un órgano humano capaz de comprender al mundo físico exterior en conformidad con los principios de la medida, el número, etc., a fin de poder elevarse gradualmente del mundo físico hacia el conocimiento de lo espiritual tal como se halla contenido en la imagen de Jehová.

El hecho esencial es que, al elegir a Abraham, se trató de escoger a un individuo cuyo cerebro se hallara conformado de tal manera que pudiera convertirse en el progenitor de toda una raza, la cual, a su vez habría de presentar la misma facultad peculiar. Estos hombres no sólo habrían de recibir revelaciones en el interior de su ser, sino que también habrían de considerar como bienes del conocimiento todo aquello que les llegase desde el exterior. De este modo, todos los valores recibidos por los descendientes de Abraham procedieron, en primer lugar, no de su interior, sino del exterior. Fue tan grande la importancia de esta diferencia, que no tardó este pueblo en distinguirse por completo, en su carácter general, de las demás razas de la antigüedad. Debe entenderse, sin embargo, que la antigua facultad, el antiguo patrimonio heredado de otros tiempos, no se perdió de golpe. Debe entenderse que aun entre los hombres de este pueblo se conservaban todavía algunos residuos de dicho patrimonio. Tal fue, el caso de José, que tanto de común poseía con otras razas. Fue por esta razón que pudo constituir el puente tendido entre los antiguos hebreos y los egipcios, pueblo este último situado todavía por completo bajo la influencia espiritual de los tiempos precristianos.

¿Por qué fue necesario que hubiese un pueblo tan especialmente preparado? ¿Por qué fue necesario escoger a un pueblo y separarlo de todos los demás, dotándolo de cualidades especiales? Simplemente, porque la humanidad debía hallarse preparada para el advenimiento de Jesucristo a la Tierra. Por entonces, la antigua clarividencia y la relación de la sangre ya habían cumplido su finalidad; algo nuevo debía surgir ahora entre los hombres: el uso pleno del yo. Gracias a la completa mezcla de la sangre, algo que en el pasado había tenido inmensa importancia, perdió todo su significado para ser sustituido por el pleno goce del yo. En esta forma se incorporó el verdadero reino humano o «Reino del Cielo» a los demás reinos. Por regla general, sin embargo, la humanidad no es enteramente apta para reconocer las cosas nuevas cuando éstas surgen. Los sucesos que se producen en el Espíritu nunca son reconocidos como tales de inmediato. La gente siempre habla con ligereza de los profetas que han anunciado su visita en el futuro. Esto ha sido lo corriente, tanto en la época precris­tiana como en la postcristiana.

En los siglos XII y XIII hubo un deseo profundo de profetas. En diferentes lugares de la Tierra, hubo hombres que afirmaron que en un futuro no lejano habría de volver Cristo al mundo; se llegó a señalar, incluso, el lugar en que esto ocurriría. A veces, en otras épocas, llegaron a tener lugar dichas apariciones. La gente decía que este o aquel individuo eran la encarnación del nuevo Cristo. Claro está que no es necesario detenerse a considerar estas profecías, pues las contradicciones y fallos se hallan a la vista. Todas ellas tienen en común el mismo defecto: anuncian proféticamente un acontecimiento futuro pero nada hacen por preparar a los hombres para reconocer dicho acontecimiento cuando llegue el momento de su aparición; nada hacen por impartir a las almas el estado de percepción necesario para poder comprender realmente el anunciado acontecimiento. Los hombres a quienes se efectúan estas declaraciones deben experimentar algo semejante a lo que sentía aquel maestro de escuela de que habla Hebbel en sus notas. Cuenta este autor que un maestro golpeaba a su alumno porque era incapaz de comprender a Platón; a lo cual agrega, risueñamente, que este mismo alumno podría ser, quizás, una reencarnación de Pla­tón.

No es otro el caso de aquellos que constantemente hablan de la próxima reaparición de Cristo. Bien podría suceder que no se hallasen adecuadamente preparados para el acontecimiento si realmente El viniese; esta misma gente habría de tomar a Cristo, entonces, por algo completamente distinto de lo que realmente es. Era necesaria, pues, dicha preparación, y esto debe quedar bien entendido si hemos de comprender el Evangelio de San Mateo. Si hemos de describir el Hecho de Cristo desde este punto de vista, diremos que consiste en el conocimiento de que Cristo fue Aquel que tornó posible, a partir de aquel momento, no sólo la recepción de meras impresiones físicas del exterior, sino también la recepción del Espíritu. Y para ello era necesario capacitar a cierta clase especial de hombres. Todo a lo largo de la antigua historia Hebrea se observa la existencia, en realidad, de cierto pueblo especialmente preparado para la comprensión del Hecho de Cristo. Eran pocos los hombres así capacitados entre los antiguos hebreos, pero debemos estudiarlos muy de cerca si hemos de comprender la índole de la preparación exigida por el advenimiento de Cristo, y la forma en que este pueblo dotado de las cualidades trasmitidas por Abraham pudo llegar a comprender proféticamente que el yo humano debía serles impartido para su salvación (Heiland).

Los hombres que estaban preparados para conocer y reconocer clarividentemente lo que realmente significaba Cristo, recibieron el nombre de Nazarenos. Ellos percibían en forma clarividente lo que se había preparado en el seno de la antigua raza hebrea a fin de que Cristo pudiera nacer entre ellos y ser comprendido por ellos. Los nazarenos se hallaban regidos por reglas estrictas en su vida interior; estas reglas habían sido impuestas con la debida consideración a su constitución íntima, debido a la clarividencia que habían desarrollado, y teniendo en cuenta, también, la época a que pertenecían, tan diferente de la nuestra. Si bien guardan algún parecido entre sí, deben distinguirse claramente estas reglas de aquellas que rigen el desarrollo del conocimiento espiritual de nuestros días. Cosas de enorme importancia para la secta de los nazarenos apenas tienen hoy una importancia relativa; y mucho de lo que actualmente es de máxima importancia, sólo la tenía entonces en grado comparativo. No ha de creerse, por lo tanto, que lo que antiguamente podía llevar a un hombre al conocimiento clarividente de Cristo, sea capaz de conducirlo, en la actualidad, a conocimientos tan fructíferos e importantes.

La primera condición exigida a los nazarenos era la completa abstención de probar cualquier clase de bebidas alcohólicas; se les prohibía, además, comer cosa alguna preparada con vinagre. Aquellos que seguían rigurosamente las instrucciones impartidas se privaban, asimismo, de todo alimento o bebida derivado de la uva. Los hombres consideraban que en la uva el principio de la formación vegetal pasaba más allá de cierto punto, más allá del punto en que actúa exclusivamente la energía solar. Afirmaban, en efecto, que no sólo participaba en la formación de las uvas la energía solar, sino también algo más de procedencia interior, que hacia madurar al fruto, año a año, cuando la energía solar había perdido ya su vigor; algo que operaba y alcanzaba su máxima potencia en el otoño. De este modo, sólo podían beber los jugos o bebidas derivadas de la uva aquellos que no deseaban alcanzar la facultad clarividente en su grado superior, aquellos que deseaban tan sólo rendir honor al dios Dionisio, permitiendo que sus facultades se desarrollasen, por así decirlo, desde las entrañas de la Tierra. Se les prohibía a los nazarenos, además, mientras duraba el lapso de su preparación de acuerdo con los principios nazarenos, trabar contacto con todo aquello que muriese en posesión de un cuerpo astral. En una palabra, con todo ser de naturaleza animal. Debían ser, pues, vegetarianos en el sentido más estricto de la palabra; y así, en los círculos de los nazarenos más estrictos, la principal fuente alimenticia la constituía la vaina de algarrobo. También se alimentaban con la miel de las abejas salvajes —no de las domésticas— ­como así también con la miel producida por otros insectos. Más tarde, estos mismos medios de vida fueron los escogidos por Juan el Bautista, de quien se dice que se alimentaba de vainas y miel silvestre. Esta afirmación de los evangelios resulta engañosa; los alimentos allí mencionados no son langostas -—seres que no habitan en el desierto— como parecería desprenderse de ciertas versiones bíblicas, sino las ya mencionadas vainas de algarrobo. En otras ocasiones, he tenido oportunidad de señalar errores similares.

 

Otra de las exigencias que debían cumplir los nazarenos durante su preparación para la clarividencia, era la de no cortarse el cabello. Cabe señalar que todas estas costumbres se hallaban íntimamente relacionadas con la evolución total de la humanidad. Aun ésta de permitir crecer el cabello, debe considerarse en su relación con la evolución total del hombre; todo aquello, que vive en el hombre sólo puede comprenderse cuando se lo examina desde el punto de vista del espíritu. Por extraño que ello parezca, debemos ver en nuestro cabello el vestigio de ciertas radiaciones por las cuales pasó, en otra época lejana, la fuerza del sol al hombre. En aquellos tiempos, lo que la energía del sol vertía sobre el hombre era algo vivo. Por ello, en aquellos lugares donde la gente tiene conciencia todavía de las cosas más profundas, se encuentra, a menudo, dicho concepto. En los antiguos grabados de leones, por ejemplo, se observa frecuentemente que el escultor no se limita a representar a los leones con su soberbia melena, en la forma en que suele hacerse hoy día, sino que en ellos la melena del león se halla adherida al cuerpo como si constituyese algo procedente del exterior, como si fuesen los rayos del sol que, tejiéndose en torno a su cabeza, se hubieran corporizado en la enmarañada melena. Por esta razón, en la antigüedad, la gente razonaba que quizás fuese posible recibir la energía solar dejándose crecer el cabello, especialmente si éste era fuerte y sano. Claro está que por la época de los nazarenos, no era esto, para los hebreos, ni más ni menos que un símbolo. En ciertos aspectos, el progreso humano consistió realmente en permitir que aquello que vivía espiritualmente detrás del sol fluyese hacia los hombres. En el paso hacia adelante que significó el pasaje del antiguo don de la clarividencia hacia el nuevo poder de combinar los pensamientos con referencia al mundo circundante, se estableció que el hombre apareciese, en lo sucesivo, desprovisto de la antigua cabellera. Debemos representarnos a los hombres de Atlántida y de las primeras épocas postatlantes, provistos de poderosas cabelleras, signo de que los rayos de la luz espiritual brillaban todavía ardientemente sobre ellos. Tuvo lugar la elección entonces y, según se nos cuenta en la Biblia, al velludo Esau, en quien debe verse al descendiente de Abraham pero con las huellas todavía de aquella antigua conformación, fue preferido el lampiño Jacob. Este representa, en efecto, el hombre tal como había de desenvolverse más tarde, con todos sus atributos del pensar lógico, adecuado a los objetos del mundo exterior. Jacob apartó a Esau del camino. Se cortó, así, una rama más de la antigua línea. De él provienen los Edomitas, en quienes se perpetuaron las cualidades antiguamente adquiridas. Todo esto se halla hermosa y exactamente expresado en la Biblia.

Una vez más tenía que producirse en la humanidad una conciencia de lo que es la vida espiritual y surgió, efectivamente, en una forma completamente nueva, entre los nazarenos, según se pone de manifiesto en su hábito de dejarse crecer el cabello durante el período de aprendizaje. Desde antiguo se evidencia la relación que el cabello guarda con la luz del Espíritu en el hecho de que las palabras luz y cabello, con la excepción de un signo al cual se le concede generalmente poca importancia, se expresan con la misma palabra. La antigua lengua hebrea apunta siempre hacia los secretos más profundos de la humanidad, por lo cual debe mirársela como un poderoso caudal de sabiduría. Tal el fundamento de la vieja práctica de los nazarenos de dejarse crecer el cabello, práctica que no ha de considerarse ya de mayor importancia. Durante el transcurso de su aprendizaje, los nazarenos debían alcanzar una experiencia clarividente perfectamente clara y definida; tenía ésta por objeto darles una idea de lo próxima que se hallaba la humanidad al día del advenimiento de Cristo.

El último gran nazareno de la época de Cristo fue Juan el Bautista. No sólo había experimentado en sí mismo los frutos más altos del aprendizaje nazareno, sino que había alcanzado la facultad de capacitar a otros para la percepción de dichas experiencias. La coronación de este aprendizaje fue el «Bautismo de Juan». Debemos tratar de comprender todo lo grande, que fue su valor en el curso de la evolución. ¿ Qué fue y adónde condujo este bautismo? Consistió, en primer lugar, en la inmersión de un hombre en el agua, por medio de lo cual se logró que su cuerpo etérico se liberara en cierto grado del cuerpo físico, con el cual, no mediando circunstancias extrañas, se halla indisoluble y estrechamente ligado. Vosotros sabéis que al ahogarse, como consecuencia de la liberación del cuerpo etérico, los hombres ven, en un relámpago, el cuadro de su vida entera. También en el bautismo de Juan tuvo lugar este fenómeno. Un hombre contempló, entonces, los acontecimientos de su vida entera, acontecimientos que de otro modo habría olvidado por completo. Vio también lo que era, como hombre, en aquel momento determinado. El cuerpo físico se desarrolla por acción de su fundamento: el cuerpo etérico; este miembro del ser humano, si bien forma parte del cuerpo físico, sólo puede ser percibido cuando se separa parcialmente de aquél, y esto fue lo que sucedió en el bautismo de Juan. Si hombre alguno hubiera experimentado este mismo bautismo tres mil años antes de nuestra era, habría sabido que el grado más alto de espiritualidad susceptible de ser impartido a los hombres debía llegarles a éstos a manera de legado de la antigüedad (puesto que lo que a los hombres llegaba desde el mundo de lo espiritual en los tiempos antiguos, era todavía, en realidad, un legado) a manera de cuadro trazado en el cuerpo etérico, cuadro que configuraba el cuerpo físico. En esta forma de bautismo, les era revelado, especialmente a aquellos que habían alcanzado una evolución superior a la de la humanidad normal, cómo descansaba todo su conocimiento en la antigua inspiración. Así, estos hombres eran representados, de acuerdo con la visión de la naturaleza etérica del alma, bajo la forma de Serpientes, y aquellos que habían experimentado (la visión) recibían el nombre de «Hijos de la Serpiente», debido a que habían percibido la profundidad con que los Seres luciféricos habían penetrado en la humanidad. Aquella parte que correspondía al cuerpo físico no era sino creación de la Serpiente.

Pero en este caso, en este bautismo que ocurrió, no tres mil años antes de Juan el Bautista, sino precisamente en su día, sucedió algo completamente distinto, a saber, que entre aquellos que fueron bautizados había ya algunos que presentaban signos en su naturaleza de cierto progreso de la evolución humana y de que un Yo, que había fructificado a partir del mundo circundante, se hallaba dotado de ese inmenso poder. El cuadro revelado en este bautismo fue, pues, enteramente diferente de aquellos percibidos en épocas anteriores y lejanas. Estos hombres no vieron ya la fuerza creadora del cuerpo etéreo en la semejanza (Bild) de la Serpiente, sino en la del Cordero.

Este cuerpo etérico no estaba ya impregnado des­de dentro con el producto de las fuerzas luciféricas, sino que estaba dedicado totalmente al mundo espiritual, en virtud de que las grandes cosas que habían comenzado a suceder en el mundo exterior, iluminaban ahora el alma del hombre. En el bautismo de Juan, fue experimentada esta visión del cordero por todos aquellos capaces de comprender realmente la significación de dicho bautismo.

Eran éstos, también, quienes podían decir de sí mismos: el hombre debe cambiar, debe convertirse en un ser enteramente nuevo. Fueron los pocos que experimentaron esta visión en el bautismo de Juan, quienes pudieron decir: ha sucedido algo grande, el hombre ha cambiado; el Yo se ha convertido ahora en dueño y señor de la Tierra. Los hombres que recibieron el bautismo de Juan se hallaban preparados para comprender los signos de los tiempos y supieron entonces que sucedería el gran acontecimiento. Esta y no otra fue la misión de los nazarenos. Mediante el bautismo, adquirieron la certeza del próximo advenimiento de Cristo. Lo percibieron al aflojarse sus cuerpos etéricos del cuerpo físico durante el bautismo. Juan el Bautista pudo declarar entonces que había llegado el día en que el yo podría ingresar a la naturaleza humana. Fue reconocido, por ello, como aquel que dio sentido a los tiempos que le habían precedido. Logró, entre otras cosas, reunir a su alrededor un grupo de discípulos a quienes trató de demostrar cómo, a través del cambio operado en el yo, el Principio de Cristo podría penetrar ahora en el hombre.

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Juan el Bautista había desarrollado la práctica y la enseñanza nazarena llevándola a su grado más alto, de modo, que la profecía alcanzó por fin su cumplimiento cabal. Formó en torno a sí un grupo de hombres capaces de comprender la aproximación del Hecho de Cristo. Sólo en este sentido pueden comprenderse las palabras pronunciadas por el Bautista. Las palabras por él pronunciadas, en efecto, deben aceptarse en toda su infinita profundidad, y ya no es posible permitir que una humanidad deseosa de desentrañar las cuestiones a estos sucesos vinculados, no vean en Juan el Bautista más que un fanático irracional que injurió a los fariseos apostrofándolos con el epíteto de generación de víboras, y diciéndoles: «Y no penséis decir dentro de vosotros: A Abraham tenemos por padre: porque yo os digo que puede Dios despertar hijos a Abraham aun de estas piedras.» Juan el Bautista podría haber sido, verdaderamente, una suerte de temible látigo si no se hubiera complacido en el hecho de que los fariseos y los saduceos acudieran a él para ser bautizados. No obstante, tan pronto como éstos acuden en demanda de ayuda, Juan los encuentra en falta. ¿A qué se debe este proceder? Cuando se examinan estas cosas desde la parte de adentro, no se tarda en advertir que detrás de aquellas palabras no se encuentran injurias fanáticas tan sólo, sino que entrañan una significación verdaderamente profunda. Pero sólo puede comprenderse esta significación cuando se tiene en cuenta cierta tendencia especial del antiguo pueblo hebreo.

De cuanto llevamos dicho, puede concluirse que Abraham fue un hombre escogido especialmente, un hombre constituido u organizado en forma tal que resultara posible, en sus descendientes, el nacimiento de Cristo. Para que esto pudiera suceder, debía desarrollarse el atributo original en él encerrado. Debe comprenderse, además, que para el desarrollo de este atributo fue necesario sacar del paso ciertas cosas que obstaculizaban su crecimiento. Vimos, ya cómo fue arrojado José; pero antes que éste, muchos otros habían sido también desterrados; Esaú, por ejemplo, el progenitor de los Edomitas, había sido arrojado, por poseer en su ser un antiguo patrimonio de tiempos anteriores. Sólo debía conservarse y trasmitirse a la posteridad aquella cualidad de que estaba dotado Abraham. Esta verdad se halla magníficamente ilustrada por el hecho de que Abraham poseía dos hijos, Isaac hijo de Sarah, por un lado, y por el otro, Ismael. El antiguo pueblo hebreo desciende de Isaac. Abraham poseía, sin embargo, otras cualidades. Si aquéllas hubieran sido transmitidas a las generaciones posteriores, nunca se hubiera conseguido implantar a la raza la modalidad apropiada para el advenimiento de Cristo. Por lo tanto, todas ellas debieron confinarse dentro de otra línea de descendientes, la de Ismael el hijo de Hagar, la doncella egipcia. De este modo, de Abraham proceden dos líneas de descendientes; una deriva de Isaac, la otra, del desterrado Ismael; esta última llevaba en sus venas la sangre de una mujer egipcia, por lo cual no podía reunir las cualidades necesarias para la misión que había sido impuesta a la raza hebrea. ¡Entonces pasó algo extraordinario! Los hebreos debían, por un lado, transmitir a sus descendientes las cualidades necesarias para su misión, en tanto que la antigua sabiduría —patrimonio de origen más remoto— debía serles impartida desde el exterior; así, debieron ir al Egipto a fin de recibir las enseñanzas que sólo aquella tierra podía ofrecerles. Moisés fue el hombre capaz de impartir esta antigua sabiduría a los hebreos, debido a que era un Iniciado egipcio. Por cierto que jamás podría haberlo hecho si sólo hubiera poseído dicha sabiduría en la forma egipcia. Craso error sería pensar que dichos conocimientos podían pasar simplemente del Egipto a la línea de los descendientes de Abraham. En efecto, jamás la cultura de los hebreos hubiera podido asimilarlas, resultando, por el contrario, una anomalía cultural. A su iniciación egipcia, Moisés agregó algo de naturaleza completamente diversa. Lo que había adquirido mediante su iniciación no podía ser transmitido tan fácilmente a los israelitas. Una vez recibida la revelación del monte Sinaí, impartió a su pueblo, hallándose lejos de Egipto, los dictados de dicha revelación. ¿En qué consistía ésta? ¿Qué recibió Moisés en aquella ocasión y qué le ofreció a su pueblo? Le ofreció algo perfectamente adecuado para ser injertado en la raza, debido a que se hallaba vinculado a la misma en forma muy especial.

En cierta época los descendientes de Ismael se habían alejado, en sus andanzas, de la tierra natal, estableciéndose en las regiones que más tarde había de recorrer Moisés con su pueblo. Aquellas cualidades que habían sido transmitidas a los ismaelitas por intermedio de Hagar, y que, si bien relacionadas por cierto con Abraham, conservaban todavía junto con las muchas especiales por él contenidas, muchas otras provenientes de antiguos legados, fueron halladas por Moisés entre los ismaelitas, quienes tenía sus propios Iniciados. Gracias a las revelaciones recibidas por esta rama de la raza, le fue posible a Moisés efectuar las revelaciones del monte Sinaí, tornándolas comprensibles para los israelitas. Hay una antigua leyenda hebrea que dice: con Ismael, un retoño de la raíz de Abraham fue sacado y trasladado a Arabia. Arabia significa el desierto. Aquello que se desarrolló en esta rama fue parte, igualmente, de la enseñanza de Moisés. Los antiguos hebreos recuperaron, por intermedio de Moisés, bajo las formas de las enseñanzas del Sinaí, lo que habían arrojado de su sangre; así, volvió a ellos desde el exterior. Vemos aquí una vez más la extraña misión de la antigua raza hebrea; todo debía serle impartido en forma tal que más tarde fuese devuelto, como un don. Y como un don de afuera, Abraham recibió, con Isaac, la salvación y perpetuación de todo el pueblo hebreo; y Moisés y su pueblo volvieron a recibir, con los descendientes de Ismael, aquello que habían desechado. Durante este período de separación, no sólo habría de desarrollar este pueblo su propia organización, sino que recibiría nuevamente, como un don de Dios, aquello que había apartado de sí. Realmente, debemos leer la Biblia con extremo cuidado si hemos de justipreciar toda la importancia de las palabras que contiene.

Todas estas cosas se presentan como un rasgo característico del pueblo hebreo, todo a lo largo de su historia. De los descendientes de Hagar salió a luz algo relacionado con la entrega de la Ley de Moisés, en tanto que la sangre, que representaba la facultad peculiar de los israelitas surgió (abstammt) de Sarah. Agar o Hagar tiene en lengua hebrea el mismo significado que Sinaí. Ambas palabras quieren decir «el pináculo de la Montaña de las Piedras». Podría así decirse: Moisés recibió su revelación de la Ley de la Gran Piedra, piedra que constituye una representación exterior de Hagar. Lo que el pueblo judío recibió bajo la forma de «la Ley» no tuvo su origen en las mejores facultades de Abraham, sino en las de Hagar, en el Sinaí. De modo que aquellos que se limitaron a obedecer a la ley tal como ésta le fuera entregada a Moisés en el Sinaí —los fariseos y los saduceos— se vieron expuestos al peligro de permanecer detenidos en su desarrollo. Y fueron ellos, también, quienes, en el bautismo de Juan, no quisieron ver el Cordero, sino la Serpiente. así, lo que de otro modo sólo podría parecer el agrio reproche del Bautista, se convierte en una hermosa advertencia a los fariseos y saduceos cuando aquél los apostrofa: «Vosotros que seguís a la Serpiente, cuidaos de ver realmente lo que ha de verse en el bautismo, es decir, no la Serpiente, sino el Cordero». Y les dijo, además, que no debían justificarse en el hecho de que tenían a Abraham por padre, porque eso sólo era una expresión para ellos; y que juraban por lo que les había sido entregado en el monte Sinaí, y esto había dejado de guardar significado alguno para ellos. Ahora, algo semejante a un yo recién nacido debía incorporárseles, procedente del exterior: «Os hago conocer este Yo», declaró Juan el Bautista «Os hago saber que del judaísmo habrá de desarrollarse aquello que realmente ha llegado a nosotros a través de las generaciones, sobre lo cual no puede ya jurarse solamente en el monte Si­naí, sino en todos aquellos lugares que nos rodean. Por ello, vendrán los Hijos de Dios que podrán ver el Espíritu detrás del mundo de los sentidos. De estas piedras, la Palabra de Dios podrá llamar a los hijos de Abraham. Vosotros no comprendéis en absoluto la expresión: A Abraham tenemos por padre».

Después de todo lo dicho, estas palabras adquieren pleno significado. Y no se crean que derivan tan sólo de las Crónicas Akáshicas, pues también están en la Biblia. Compárese con esto, si no, lo que Pablo dijo al respecto, en su Epístola a los Gálatas (Gál. IV, 24-25). Confirma allí, el apóstol Pablo, lo que acabamos de decir. Dice, asimismo, que Hagar o Agar es la misma palabra que Sinaí, que lo que fue entregado en el Sinaí era un testamento, más allá del cual habrán de evolucionar los hombres que, gracias a haber alcanzado a lo largo de las generaciones aquel atributo especial de Abraham, podrán comprender la significación del advenimiento de Jesu­cristo.

Al mismo tiempo, debemos referirnos a cierta frase que debe ser comprendida en el futuro. Es lástima grande que en una época en que el hombre ha llevado su inteligencia aparentemente a tan grandes alturas del razonamiento, se medite poco sobre algunas cosas. Por ejemplo, en la expresión: «¡Arrepentíos!» De acuerdo con su significado, tendría que traducírsela, más o menos, en la forma siguiente: ¡Provocad un cambio en vuestros espíritus! Se nos dice en muchas partes que Juan bautizó para lograr el arrepentimiento, esto es, para cambiar el espíritu por medio del agua. Puesto que la persona bautizada procedía del agua, su espíritu debía volver cambiado; ya no debía mirar hacia atrás, hacia las antiguas tradiciones, sino hacia adelante, hacia aquello que habría de apoderarse de su yo libre, el yo que había sido liberado por intermedio de Jesucristo. El espíritu debía tornar la mirada desde la dirección de los antiguos dioses hacia la de los nuevos Seres espirituales o dioses. En esta forma, el objetivo primordial del bautismo de Juan era la transformación del espíritu. Juan bautizaba con agua a fin de despertar en los individuos la capacidad de reconocer que el Reino del Cielo estaba al alcance de la mano y que a través del mismo podrían llegar a comprender quién era Jesucristo.

 Se agrega, así, algo más a lo que ya sabíamos con respecto a la misión del antiguo pueblo hebreo. Todo ello conduce a una comprensión gradualmente mejor de Cristo. Maravilloso como parece, todas las partes diversas de esta misión se hallan reunidas. Vimos ya cómo se organizó en Abraham aquello que habría de desarrollarse más adelante a lo largo de las generaciones. A fin de lograrlo, mucho fue lo que debió rechazarse, en forma tal que las cualidades apropiadas pudieran continuar desarrollándose y trasmitiéndose por herencia en la sangre de la raza. Tales cualidades sólo las podía adquirir el hombre desde el exterior, pero la razón por la cual fue elegido este pueblo y separado de los demás, en los tiempos de Abraham, se circunscribe a un solo Ser, el de Jesús.

Los judíos necesitaban algo a que aferrarse como, por ejemplo, una enseñanza; éstas debían llegarles siempre desde el exterior y, en realidad, así fue, volviendo a ellos lo que ellos mismos habían desechado. Aquello que les fue devuelto por intermedio de Ismael no permaneció en su sangre, sino que sólo existió en su conocimiento. Así, los hebreos lo recibieron nuevamente al serles entregada la Ley en el Sinaí. El propósito de esta ley caducó cuando llegó el tiempo en que los hombres ya no necesitaron de lo que de la Piedra les había llegado, sino que recibieron aquello que debía llegarles desde el mundo exterior. En esta forma, se fue cumpliendo lentamente la preparación para la época en que los Hijos de Dios —esto es, los hombres— despertasen de las piedras, cuando detrás de todas las piedras, si, detrás de toda la Tierra, se les revelase el mundo del espíritu.

Todas estas cosas no son sino nuevas perspectivas útiles para la comprensión de la misión cumplida por el pueblo hebreo. Sólo cuando esta misión haya sido plenamente comprendida, podrá entenderse en todo su valor la potente forma de Jesucristo tal como se nos presenta en el Evangelio de San Mateo.

Editado por Gracia Muñoz de una versión encontrada en Biblioteca Upasika.