Rudolf Steiner — Dornach, 6 de mayo de 1921
Los colores, de los cuales vamos a hablar durante estos días, son ante todo un objeto de estudio para los físicos, pero no es éste el aspecto que nosotros vamos a considerar hoy. Ellos son además —o al menos deberían ser— algo que interesa al psicólogo, el que trata de conocer el alma, y sobre todo deberían interesar al pintor. Pero cuando estudiamos las diferentes concepciones del color que se han formado hasta el momento presente, nos vemos obligados a constatar que, aparte del psicólogo a quien se da el derecho de opinar sobre la experiencia subjetiva del color, se rechaza el admitir tales opiniones diciendo que carecen de valor para el conocimiento objetivo del mundo de los colores y que únicamente el físico está capacitado para elaborar este mundo. En cuanto al artista se le niega todavía más el derecho a decidir sobre la naturaleza objetiva del color. Nuestros contemporáneos están muy lejos de lo que Goethe explicó, poco más o menos, con estas palabras que han sido citadas con frecuencia: «Aquel a quien la naturaleza comienza a desvelar sus secretos se siente atraído por su intérprete más cualificado: el arte».
Quien, al igual que Goethe, vive verdaderamente en el mundo del arte como en su elemento natural no puede dudar un instante de que lo que el artista tiene que decir del mundo del color debe estar en estrecha relación con la naturaleza del color. Para empezar en la vida ordinaria se considera el color como una propiedad de la superficie de los objetos que aparecen coloreados ante nosotros, según las impresiones que, en la naturaleza, hace la materia coloreada. A continuación, y por medio del prisma, se llega a obtener el color que en cierto sentido podríamos llamar en estado fluido y por diversos procedimientos se tiene éxito, o se busca, para dar una idea de lo que él es.
Pero al hacer esto se pone de manifiesto el principio de que el color se juzga según la impresión subjetiva. Se sabe que durante mucho tiempo los físicos han tenido la costumbre —mala costumbre podríamos decir— de afirmar que el mundo de los colores que nosotros percibimos no existe en realidad más que para nuestros sentidos, mientras que objetivamente hablando el color no sería otra cosa que un cierto movimiento de ondas en el seno de una sustancia muy sutil llamada éter.
Quienquiera que trate de representarse lo que sugieren las explicaciones que hemos dado no puede comprender que la impresión que se siente ante el color, la experiencia interior que hay en él tiene que ver con los movimientos de un éter. Cuando se habla del color no se ve mas que una impresión subjetiva, se busca lo subjetivo y entonces uno termina por alejarse completamente del color. Todas estas ondas que se imaginan no tienen, naturalmente, nada que ver con nuestro mundo del color. Para alcanzar la naturaleza objetiva de los colores es preciso, por el contrario, esforzarse por permanecer en el mundo del color sin alejarse lo más mínimo. Únicamente así es posible penetrar lo que es la propia naturaleza del color.
Tratemos de concentrarnos sobre lo que por el color nos ofrece el mundo tan amplio y tan diverso. Para penetrar la naturaleza del color es preciso elevar en alguna forma nuestro estudio hasta el nivel afectivo, ya que el color nos hace experimentar una impresión. Debemos tratar de interrogar nuestra sensibilidad sobre todos los colores que animan el mundo que nos rodea. Vamos a abordar en primer lugar el tema idealmente por medio de algunas experiencias. Con el fin de no atenernos únicamente a los fenómenos conocidos —bastante difíciles de analizar en general y que no se manifiestan de forma evidente y completa— pasemos ya a la esencia.

Supongamos que pinto de verde una superficie, cubriéndola por completo. Si dejamos simplemente que el color despierte nuestra sensibilidad podremos sentir interiormente algo que no tenemos necesidad de definir. Nadie dudará de que esta misma experiencia interior la sentimos también al contemplar el manto verde de la vegetación sobre la Tierra. Al hacer esta experiencia debemos hacer abstracción de los otros caracteres de la vegetación y no mirar más que el verde. Y ahora supongamos que contemplo este verde con los ojos del alma.
A este color puedo añadirle los colores más diversos. Vamos a representarnos tres superficies verdes. Sobre la primera pongo rojo, sobre la segunda el color flor de durazno y sobre la tercera azul. Bajo el estricto punto de vista de la sensación hay que admitir que en los tres casos ha sucedido algo diferente, y que la naturaleza de la sensación es distinta en el caso del rojo pintado sobre el verde que en la forma azul pintada también sobre el verde.
¿Qué ocurriría en una pradera si hombres rojos se paseasen sobre ella?. La pradera se haría todavía más verde, su color sería intensamente real, el verde se haría incandescente. Estos hombres rojos, suscitan a su alrededor tal vida en este verde que no es posible representárselos en reposo, es preciso verlos como corriendo. Si hubiera que pintar realmente la escena no sería posible hacerlo figurando inmóvil el rojo de estos personajes; se desplazan como danzando en círculo. Un círculo danzado por hombres rojos, he aquí lo que puede pintarse sobre una pradera verde. Por el contrario personajes de color carne, o color flor de durazno, podrían permanecer estáticos de pie sobre la pradera verde, completamente indiferentes y la pradera no se sentiría afectada, no se modificaría lo más mínimo. En cuanto a los hombres azules desaparecerían de la vista llevándose la pradera ya que ella, con su presencia pierde enteramente el color verde.
Hay que tener en cuenta que cuando se habla de la experiencia de los colores es preciso usar comparaciones; no pueden emplearse palabras corrientes incapaces de reproducir esta experiencia por tanto hay que recurrir a las comparaciones. En la vida ordinaria nos servimos también de estas comparaciones cuando, por ejemplo, decimos que una bola de billar «empuja» a otra. Los bueyes o los búfalos «empujan» realmente a alguna cosa pero no las bolas de billar. Sin embargo los físicos hablan así porque desde que uno se pone a hablar recurre a las analogías. Esto nos da la posibilidad de percibir algo en el mundo del color, de buscar allí lo que es la naturaleza del color.
Tomemos por ejemplo un color que alrededor nuestro en verano nos aparece como el más seductor: el verde. Este color se nos ofrece por las plantas y estamos acostumbrados a ver en este verde del vegetal algo que le es propio. Nada se nos aparece tan unido a una cosa como el verde a la planta. Ante ciertos animales que son verdes siempre pensamos en nuestro interior que podían ser de otro color, pero ante una planta pensamos que el verde es su cualidad específica. Tratemos de penetrar la naturaleza objetiva del color a propósito de la planta, ya que de ordinario se busca su aspecto subjetivo.
¿Que es una planta en la que así se manifiesta el verde?. Sabemos por la Ciencia Espiritual que ella está constituida por un cuerpo físico y además por un cuerpo etérico que es en realidad el elemento vivo del vegetal. Pero este cuerpo etérico no es verde. Lo que hace que la planta sea verde reside ya en su cuerpo físico y aunque el verde es ciertamente una cualidad inherente a la planta, él no constituye verdaderamente su esencia. Su esencia reside en el cuerpo etérico y si la planta no poseyera este cuerpo sería un mineral. En lo que ella es mineral se nos muestra por el verde. El cuerpo etérico tiene otro color, pero se nos manifiesta a los ojos por este verde de la substancia mineral de la planta.
Si desde el punto de vista del cuerpo etérico consideramos la planta y su color verde nos vemos obligados a decir que por una parte observamos la verdadera esencia de la planta, el etérico, y por otra —por una disociación en abstracto— separamos el verde de la planta, todo transcurre como si no hiciéramos otra cosa que una copia de algo. En este verde que hemos separado del etérico no tenemos mas que una imagen de la planta y esta imagen es necesariamente verde, que es lo propio de la planta. Tenemos por tanto el verde en la imagen de la planta y desde el momento en que atribuimos muy específicamente el color verde a la planta debemos atribuirlo a su imagen y buscar en este verde la esencia particular de esta imagen de la planta.
Con esto hemos llegado a un punto esencial. Cuando en algún viejo castillo se ve una galería de retratos siempre se piensa que no son mas que el retrato de los antepasados y no los propios antepasados. Es lo mismo cuando vemos el verde de la planta, ya no tenemos su esencia sino únicamente a los antepasados en sus retratos.
Reflexionemos ahora sobre lo siguiente: el verde es lo propio del vegetal y entre todos los seres es la planta precisamente la esencia misma de la vida. El animal tiene un alma, el ser humano tiene un alma y un espíritu, los minerales están privados de vida. La planta se caracteriza precisamente porque está dotada de vida. A esta vida los animales añaden el alma y los hombres el espíritu. Ni del hombre, ni del animal podemos decir que su naturaleza es la vida; su naturaleza, su esencia, es otra cosa. En el caso de la planta, su característica es la vida. El color verde es la imagen. Por lo tanto, permanecemos completamente dentro del mundo del hecho objetivo al decir que el verde representa la imagen inerte de la vida.
Guiándonos por la intuición —por hablar en el lenguaje de los sabios— hemos obtenido algo que lo sitúa objetivamente en el mundo exterior. Lo mismo que cuando tengo una fotografía puedo decir que es la fotografía de x, también puedo decir al ver el verde: estoy viendo la imagen muerta de la vida.
Tomemos ahora otro color, el color flor de durazno. Para ser más precisos yo le llamaría el color de la encarnación humana que deberíamos tener en cuenta no es el mismo para todos los hombres.
El color en que pienso efectivamente cuando hablo del matiz flor de durazno voy a tratar de determinar su naturaleza. Normalmente no se le ve mas que desde fuera. Al mirar a un hombre se percibe este tinte del exterior, sin embargo se plantea una pregunta ¿se puede hacer de él una consciencia, una experiencia interior como la obtenida para el verde de la planta?. Podemos acercarnos a ello por el siguiente camino: cuando el ser humano se esfuerza verdaderamente por representarse impregnado de alma en su interior, cuando piensa que esta presencia del alma está tomando terreno en su organismo físico corporal, puede representarse que alguna manera ella se extiende por todo su organismo.
Lo que esto significa se puede imaginar mejor al mirar personas en las cuales el alma se retira y no impregna enteramente la forma exterior. ¿Cuál es su aspecto entonces?. Están verdes. La vida todavía habita en ellos, pero están verdes. Se percibe muy bien ese tono verdoso cuando el alma se retira. Por el contrario cuanto más el color de un hombres se aproxima al rojo más se observa en el que experimenta interiormente este matiz.
Si observamos el temperamento, las manifestaciones de humor de personas verdosas y las de aquellas que tienen un color fresco y coloreado veremos que en este ser el alma se siente ella misma. Este esplendor que emana del ser es el reflejo del sentimiento interior que el hombre tiene de su propia alma, verdaderamente es la imagen del alma.
En cualquier lugar del mundo podemos encontrar que para representar lo que aparece en la encarnación humana es preciso elegir el color flor de durazno. Este color no se obtiene en pintura mas que por toda clase de artificios ya que lo que aparece en la encarnación humana es la imagen del alma, pero, sin duda, no es la propia alma. Es la imagen viviente del alma. Cuando el alma se retira el ser humano se torna verdoso y se convierte en cadáver, mientras que en el encarnado la vida está presente. Por tanto: El color flor de melocotón es la imagen viviente del alma. Tenemos por tanto en uno y otro caso una imagen.
Pasemos a otro color. Tratemos así de descubrir objetivamente la naturaleza del color en lugar de evaluar únicamente la impresión subjetiva y de inventar a continuación tales o cuales vibraciones que serían una realidad objetiva. Es completamente falso separar de lo encarnado lo que el hombre vive interiormente. Esta experiencia interior vivida en el cuerpo es diferente cuando el color es fresco que cuando es verdoso. Lo que se manifiesta en el color es la naturaleza interior.
Tenemos ahora el tercer color: el azul. Este color podemos decir que no lo encontramos en la creación como cualidad propia como el verde es propio de la planta y el flor de durazno de la encarnación humana. En lo que concierne al azul no podemos proceder de la misma forma frente a la naturaleza.
El azul no ofrece al principio posibilidades, por tanto podemos abordar los colores claros y, con el fin de avanzar más deprisa y fácilmente, tomemos lo que conocemos como blanco. Para empezar no podemos decir que este blanco sea una cualidad propia de un ser cualquiera en el mundo exterior. Podríamos volvernos hacia el mundo mineral, pero vamos a tratar de hacernos una representación objetiva del blanco por otros caminos.
Cuando exponemos el blanco a la luz, cuando lo iluminamos, sentimos que este blanco tiene una cierta afinidad con la luz. Pero esto no es ante todo mas que un sentimiento. Sin embargo al referirnos al sol que con relación al blanco nos parece una coloración distinta, al sol con quien debemos relacionar todo lo que es luminosidad natural en el mundo, este sentimiento se modifica. Podemos decir que lo que se nos aparece bajo el aspecto del sol que se manifiesta por lo blanco y que al mismo tiempo revela su íntimo parentesco con la luz, se caracteriza por el hecho de que no se nos aparece como cualquier otro color exterior. Todo color exterior aparece sobre los objetos mientras que el blanco del sol, que representa para nosotros la luz, no se presenta directamente sobre los objetos. Más adelante hablaremos de esta especie de color que se llama blanco cuando aparece sobre el papel o la tiza, pero entonces nos veremos obligados a tomar otro camino.
Cuando nos arriesgamos a abordar el blanco hemos de tener en cuenta que a través de él somos conducidos a considerar la luz. Para mejor precisar esto tenemos que decirnos, poco más o menos, que la imagen que se opone al blanco es el negro.
No dudamos en absoluto de que el negro y la oscuridad son una sola y única cosa, por tanto identificaremos fácilmente al blanco con la claridad, con la luz en tanto que tal. Si elevamos nuestro estudio a nivel de sensibilidad constataremos la relación íntima que une al blanco con la luz. Profundizaremos en este tema en el curso de los próximos días.
Si reflexionamos en qué es la luz sin sentir la tentación de detenernos en los inventos de Newton, si observamos las cosas sin ideas preconcebidas diremos que vemos los colores. Entre este color que es blanco y la luz es preciso que haya una unión particular ante todo por parte del blanco propiamente dicho. Pero la luz la conocemos por otras vías que no son los colores. Si nos encontramos en un espacio no iluminado no percibimos absolutamente ningún color; es la luz la que los hace perceptibles, pero no podemos decir que percibimos la luz de igual forma que percibimos los colores. Ella está presente en el espacio en el que vemos los colores y en su naturaleza esta el hacernos perceptibles los colores. La luz está en todo lo que es claro pero no la vemos. Para poder percibirla es preciso que se pose sobre un objeto, que sea retenida, que sea reflejada. El color recubre la superficie de los objetos pero la luz está en permanente fluctuación. Al despertar, cuando ella nos penetra e inunda sentimos que nuestro verdadero ser está en íntima afinidad con ella y cuando por la noche nos despertamos en una oscuridad total sentimos que estamos como en retirada frente a nosotros mismos por el hecho de que no nos sentimos verdaderamente en nuestro elemento. La luz nos da la posibilidad de regresar a nosotros mismos. El hecho de que un ciego no disponga de esta posibilidad no es una contradicción ya que está organizado de otra manera y todo depende de la organización.
Nosotros tenemos con la luz la misma relación que nuestro YO tiene con el mundo y sin embargo no es enteramente lo mismo; no podemos decir que estamos en contacto con nuestro YO porque la luz nos penetra, pero no obstante para que este contacto se establezca entre los seres que ven, es necesaria la presencia de la luz.
En la luz, manifestada por el blanco, tenemos lo que de hecho nos espiritualiza, nos liga a nuestro propio espíritu. Nuestro YO, es decir nuestro elemento espiritual, está unido a esta penetración por la luz.
De lo que sentimos ante esto, —pues todo lo que vive en el color y en la luz debe ser sentido— podemos decir: Hay una diferencia entre la luz y el espíritu que se manifiesta en el YO, sin embargo la luz nos muestra algo que nos es propio, algo nuestro y que pertenece al espíritu. Gracias a la luz sentimos que el YO se vive interiormente a sí mismo.
Con esto podemos decir que el YO es de naturaleza espiritual pero se siente a sí mismo en el alma desde el momento en que se siente penetrado por la luz. Esto puede formularse así: El blanco o la luz representa en el alma la imagen del espíritu.
Ahora que hemos establecido esta fórmula debemos esforzarnos en profundizarla cada vez más por el pensamiento y entonces percibiremos el contenido:
- El verde es la imagen muerta de la vida
- El color flor de durazno es la imagen viviente del alma
- El blanco o la luz es en el alma la imagen del espíritu
Pasemos ahora al negro o la oscuridad. La relación que existe entre el blanco y la luz podemos compararla con la que existe entre el negro y la oscuridad. Tomemos el negro y esforcémonos en comprender lo que él es, lo que es la oscuridad. El negro se encuentra muy fácilmente en la naturaleza como propiedad de algo, tal como el verde lo es del vegetal: no tenemos más que mirar el carbón. Para mejor representarnos la unión del negro con el carbón pensemos que el carbón puede ser luminoso y transparente en cuyo caso es un diamante.
El negro es una característica del carbón tan importante que si no fuera negro sería diamante. El debe su negrura a la negra oscuridad en que aparece. En la oscuridad un ser físico no puede hacer nada, el negro es extraño, incluso hostil a la vida. La vida abandona la planta cuando ella se carboniza. Así se revela que el negro es hostil a la propia vida. ¿Y el alma?. Ella nos abandona cuando el negro nos invade, pero el espíritu se regocija y puede penetrar este negro, allí puede ser activo.
Podemos decir que al poner el negro sobre una superficie blanca introducimos el espíritu en el blanco, en la luz. Por el trazo negro o por una superficie negra se puede espiritualizar el blanco. En el negro podemos introducir el espíritu, pero no es lo único que se puede introducir en él. Y así llegamos a esta fórmula. El negro es la imagen espiritual de lo inerte, de lo que está muerto
De esta forma hemos obtenido un círculo importante que nos presenta la naturaleza objetiva de los colores. En este círculo cada color tiene el carácter de una imagen. De todos modos el color no es nada real, es la imagen y así unas veces tenemos la imagen de la muerte, otras, la de la vida, la del alma y la del espíritu.

Haciendo todo el círculo tenemos: negro, imagen de lo inerte; verde, imagen de la vida; flor de durazno, imagen del alma; blanco, imagen del espíritu. Y para añadir a cada imagen un calificativo se puede tomar esta fórmula: el negro es la imagen espiritual de lo muerto o inerte, el verde es la imagen muerta de la vida, el flor de melocotón es la imagen viviente del alma y el blanco es en el alma la imagen del espíritu.
Este círculo nos da la posibilidad de subrayar cuatro colores fundamentales: negro, blanco, verde y flor de durazno, indicando cada uno el calificativo a elegir para el siguiente.
Al considerar los reinos de la naturaleza, el de lo inerte, el de lo viviente, el del alma y el del espíritu, nos elevamos del negro al verde, después al flor de melocotón y finalmente al blanco. Lo mismo que en este caminar ascensional tenemos al mundo entero que nos rodea, también lo tenemos en estas imágenes de los cuatro reinos que nos elevan desde el negro hasta el blanco. Tenemos todo un universo ante nosotros, desde el reino mineral al espiritual, en la medida en que el hombre es el ser espiritual. Nos elevamos a través de una sucesión de realidades y la propia naturaleza nos proporciona las imágenes de estas realidades. Ella crea su propia imagen. El mundo de los colores no es una realidad, el mundo de los colores es él mismo un mundo de imágenes en la naturaleza.
De esta manera somos conducidos hacia la naturaleza objetiva de los colores. Hacia esto es preciso dirigirse para penetrar la naturaleza, la esencia del color. A nada conduce decir que el color es una impresión subjetiva ya que de tal afirmación no resulta nada para el color. Al verde le importa poco que yo lo mire o no pero no le es indiferente que la vida le haga su imagen. Cuando el reviste su propia coloración sin ser influenciado por el mineral ni colorearse como en la flor, he aquí una realidad objetiva. Que miremos o no un color es un hecho subjetivo, pero que lo viviente, cuando aparece en tanto que tal, crea de si mismo una imagen en el verde, esto es una realidad objetiva.
Traducido por: Mercedes Arnaldes
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