La naturaleza esencial del hombre

TEOSOFÍA  – Rudolf Steiner

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Las siguientes palabras de Goethe indican admirablemente el punto de partida de una de las vías por las cuales la entidad humana puede ser conocida: «Apenas el hombre se apercibe de los objetos que lo rodean, los examina con relación a sí mismo; y con razón, porque para él, todo depende del hecho de que le agraden o le disgusten, lo atraigan o le repelan, que le sean útiles o nocivos. Esta manera tan natural de mirar o juzgar las cosas, parece tan fácil como necesaria; no obstante, se expone a innumerables errores que a menudo le humillan y le amargan la vida. Tarea mucho más difícil se preparan aquellos que, por vivo deseo de saber, tienden a observar las cosas de la Naturaleza en sí mismas y en sus relaciones recíprocas, desde que tienen que prescindir de las normas que como hombres les hacían considerar las cosas en relación a sí mismos, esto es, dejan de guiarse por el agrado, el desagrado, la atracción o la repulsión, la utilidad o el daño; deben renunciar a sus propias impresiones y, como hombres indiferentes y casi divinos, estudiar e investigar lo que existe y no lo que les agrada. Así, el botánico ha de ser indiferente a la belleza o utilidad de las plantas: debe estudiar su estructura y sus relaciones con el resto del reino vegetal, y como el Sol a todo da vida y lo ilumina, así también el investigador debe dirigir su mirada serena a todo, indistintamente. La norma para juzgar las cosas y alcanzar conocimientos de las mismas, la debe hallar no en sí mismo, sino en las manifestaciones de los objetos que observa».

Este pensamiento de Goethe dirige nuestra atención sobre tres puntos diferentes: el primero nos lo dan los objetos, de los cuales obtenemos informe continuado por la intervención de nuestros sentidos, a través de los que podemos palpar, oler, gustar, oír y ver; el segundo consiste en las impresiones que recibimos de los objetos, y que se manifiestan en nosotros como agrado y desagrado, deseo o repulsión, cuando los juzgamos con simpatía a unos y con antipatía a otros, útiles a unos y nocivos a otros; finalmente, el tercero, es el conocimiento que adquirimos «como seres casi divinos», con respecto a esos objetos: es el secreto que se nos revela sobre su existencia y actividad.

Estos tres campos se distinguen netamente en la vida humana; por esto el hombre se hace consciente de estar vinculado con el mundo de modo triple. El primer modo está representado por lo que nos rodea, y se acepta como un simple hecho; por el segundo, consideramos al mundo como cosa propia —como algo que tiene importancia para nosotros—. El tercero lo consideramos como una meta a la que debemos aspirar incesantemente.

¿Por qué razón el mundo se le aparece al hombre bajo este triple aspecto? Nos lo enseñará una sencilla reflexión: Si atravesamos un prado, las flores manifestarán sus colores a nuestros ojos: éste es el hecho que aceptamos como tal. Nos alegramos de lo esplendoroso de aquellos colores; con esto transformamos ese hecho en un asunto personal. Por medio de nuestros sentimientos relacionamos a las flores con nuestra existencia. Supongamos que después de un año pasamos nuevamente por aquel prado: habrá nuevas flores y experimentaremos alegría otra vez. El placer experimentado el año anterior reaparecerá en forma de recuerdo: estaba dentro de nosotros, mientras los objetos que eran la causa han desaparecido. Pero las flores que vemos ahora, son de la misma especie de las del año pasado, y han crecido obedeciendo a las mismas leyes. Si nosotros hubiéramos adquirido algunas nociones sobre aquellas especies, y sobre aquellas leyes, volveríamos a encontrarlas en las flores de este año como las conocimos en las del año pasado, y podremos entonces razonar de esta manera: «Desaparecieron las flores del año pasado, la alegría que nos causaron ha permanecido sólo en nuestra memoria; está vinculada únicamente con nuestra propia existencia. En cambio, los conocimientos que hemos adquirido de aquellas flores el año pasado, y que volvemos a encontrar ahora, permanecerán mientras semejantes flores se produzcan. Esto es algo que se nos ha revelado, pero que no depende de nuestra existencia, como de ella depende nuestra alegría». Nuestras sensaciones de placer están en nosotros, pero las leyes y la característica de aquellas flores están fuera de nosotros, en el mundo.

Así el hombre se relaciona continuamente de tres modos con las cosas del mundo. Ahora bien, sin agregar interpretación alguna, y tomando este hecho sencillamente como se nos presenta, resulta que el hombre tiene tres aspectos en su ser, que podemos relacionar con tres palabras: cuerpo, alma y espíritu. Con estas tres palabras queremos indicar sólo estos tres aspectos de la naturaleza humana, y nada más por ahora: quien las relacionara con alguna idea preconcebida o alguna hipótesis, arriesgaría comprender mal lo que expondremos en seguida. Por cuerpo entendemos aquí aquello por medio del cual se manifiestan al hombre los objetos que le rodean —como en nuestro ejemplo, las flores del prado—. Con la palabra alma, queremos indicar aquello por medio de lo cual el hombre relaciona los objetos con su propia existencia, y experimenta por ello agrado y desagrado, placer y disgusto, alegría y dolor. Por espíritu, entendemos lo que se revela en el nombre, cuando contempla los objetos, según la expresión empleada por Goethe, «como un ser casi divino». En este sentido el hombre está constituido por: cuerpo, alma y espíritu.

Mediante el cuerpo, el hombre puede ponerse en relación momentánea con los objetos; mediante el alma, conserva las impresiones que éstos le han causado, y mediante el espíritu, se le revela el íntimo contenido de los mismos objetos. Sólo considerando al hombre bajo estos tres aspectos, se puede tener la esperanza de llegar al conocimiento de su ser, porque estos tres aspectos, lo presentan emparentado con el resto del mundo de una manera triple.

Mediante el cuerpo, el hombre tiene afinidad con los objetos que se evidencian desde afuera a sus sentidos. Su cuerpo se compone de los elementos del mundo externo, y las fuerzas externas obran también en él. Como observa los objetos exteriores con sus sentidos, así también puede contemplar su propia existencia física, pero le es imposible contemplar del mismo modo la existencia del alma. Con los sentidos físicos podemos percibir todo lo que hay en nosotros de procesos físicos, mientras que tales sentidos no nos dan la capacidad de percibir las sensaciones de agrado y desagrado, de alegría y de dolor ni en nosotros ni en los demás. Mientras la existencia física del hombre se manifiesta a la vista de todos, la vida del alma es un campo inaccesible a la percepción física; el hombre la lleva en su interior como en un mundo suyo propio. A través del espíritu, en cambio, el mundo externo se manifiesta al hombre de una manera superior. Es verdad que en su interioridad se le revela lo oculto del mundo externo, pero él, en espíritu, por así decirlo, sale de sí y deja que los objetos le hablen de ellos mismos; de lo que tiene importancia, no para él, sino para ellos. Así, cuando un hombre contempla la bóveda estrellada a él pertenecen la admiración y la alegría que siente en el alma, pero las leyes eternas de las estrellas, que él comprende con su mente, con el espíritu, no le pertenecen a él sino a las estrellas.

Por lo que antecede se ve que el hombre es habitante de tres mundos. Mediante su cuerpo pertenece al mundo que percibe por medio de ese mismo cuerpo; mediante el alma se construye su propio mundo, y por medio del espíritu se le manifiesta un mundo superior a los otros dos.  Es evidente que sólo se puede adquirir una clara comprensión de dichos tres mundos y de la forma como el hombre participa en ellos, examinándolos de tres modos diferentes, puesto que son esencialmente diversos.

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