GA34c2. La ciencia espiritual y la cuestión social

Rudolf Steiner — Berlín, fines de 1905/principios de 1906

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Con respecto a la «cuestión social» existen dos criterios fundamentales: el uno considera que las causas de lo bueno y de lo malo que se producen en la vida social, deben buscarse en el hombre; el otro dice que principalmente hay que buscarlas en las condiciones de su vida. Los que sostienen lo primero tratarán de fomentar el progreso a través de la elevación de las capacidades espirituales y físicas, como asimismo la moralidad de los hombres. En cambio, los del segundo criterio, ante todo pondrán su atención en mejorar las condiciones de vida, pues piensan que sobre la base de suficiente desahogo y comodidad del existir, se elevarán de por sí las capacidades y la moralidad del hombre. Poca gente habrá que no concuerde en que esta segunda opinión se arraiga cada vez más; y muchos consideran al primer criterio como expresión de un pensar anticuado.

Al respecto se arguye: a quien, desde las primeras hasta las últimas horas del día, le toca luchar contra la extrema necesidad, no le será posible desarrollar sus fuerzas espirituales y morales. Ante todo hay que darle pan, antes de hablarle de asuntos espirituales. Principalmente, frente al afán de la ciencia espiritual, este último argumento fácilmente llega a formularse con carácter de reproche. No son, precisamente, los peores quienes asumen tal actitud; y se les ocurre decir: «De los niveles del Devacán y del kami el típico teósofo difícilmente bajará a la Tierra. Antes bien buscara el conocimiento de diez palabras del sánscrito, en vez de informarse acerca de conceptos económicos». Así se lee en un interesante libro que recientemente apareció: «La cultura europea al reaparecer el ocultismo moderno» de G. L. Dankmar.

El reproche suele formularse como sigue: se afirma que a veces hay familias de hasta ocho personas obligadas a vivir en una sola habitación, donde les falta aire y luz; y que los chicos van a la escuela en un extremo estado de hambre y debilidad. Y se agrega: los que abogan por el progreso general de la humanidad, ante todo deberían con todas sus fuerzas tratar de subsanar semejantes condiciones. En vez de orientar sus pensamientos hacia los mundos superiores, deberían ocuparse del problema: ¿cómo puede aliviarse la miseria social? El referido libro sigue diciendo: «Hace falta que la ciencia espiritual, de su frío aislamiento descienda a vivir con la gente del pueblo; que en su programa verdaderamente dé prioridad a la necesidad ética de fraternidad general, y que sin tomar en cuenta las respectivas consecuencias, actúe en tal sentido; que convierta en realidad social la palabra de Cristo sobre el amor al prójimo, para que esto llegue a ser un precioso e imperdible bien de la Humanidad».

Quienes de esta manera arguyen contra la ciencia espiritual, tienen las mejores intenciones, e incluso hay que admitir que tienen razón frente a muchos que simpatizan con las ideas de dicha ciencia. Pues, no cabe duda de que entre estos últimos hay quienes sólo quieren satisfacer sus propios deseos de saber algo sobre la «vida superior», sobre el destino del alma después de la muerte, etc. También se justifica decir que en nuestro tiempo parece necesario actuar en sentido social y desarrollar las virtudes de amor al prójimo y del bienestar general, en vez de cultivar, aislado del mundo, ciertas facultades latentes del alma. Quienes se entregan a esto, podrían ser considerados como hombres de un refinado egoísmo, más interesados en el propio bienestar anímico que en el cultivo de las virtudes humanas en general.

También se sostiene que dedicarse a pensamientos como los de la ciencia espiritual, únicamente pueden hacerlo personas de «cómoda situación», las que pueden usar sus «horas de ocio» para semejante estudio. En cambio, quien tiene que trabajar el día entero por un miserable salario, no se conformará con palabras sobre comunidad humana general, sobre «vida superior» y cosas parecidas.

Ciertamente, no faltan adeptos a la ciencia espiritual quienes en este sentido también pecan; pero igualmente es cierto que la bien comprendida vida en sentido de la ciencia espiritual, conducirá al individuo a las virtudes del trabajo abnegado y del obrar por el bien general. De todos modos, la ciencia espiritual no será ningún impedimento a que uno se convierta en hombre tan bueno como los que no la conocen o la rechazan.

Empero, todo lo expuesto no toca realmente el aspecto principal de la «cuestión social»; y para comprender este punto principal, se requiere mucho más de lo que los adversarios de la ciencia espiritual se inclinan a reconocer. No cabe duda de que mucho puede alcanzarse con los medios que ciertos grupos proponen para mejorar las condiciones sociales. Hay partidos políticos que intentan realizar esto o aquello. A un pensar lógico, muchos de semejantes postulados partidistas resultan ilusorios; sin embargo, hay otros que, en su esencia, son muy buenos.

Roberto Owen (1771-1858), uno de los más nobles reformadores sociales, sostuvo e insistió en que el hombre es producto del ambiente en que vive y se forma, que no es el hombre mismo quien plasma su carácter, sino que éste se forma a través de las condiciones de vida en que él se desarrolla. No negamos, de modo alguno, lo acertado de semejante afirmación, ni tampoco la juzgamos con desprecio, si bien ella es algo de lo más natural. Estamos de acuerdo con que en la vida pública andaría mucho mejor si esas verdades se tomaran en cuenta, y por la misma razón, la ciencia espiritual de ningún modo se opondrá a que se lleven a cabo las obras del progreso humano que en sentido de esos principios tratan de mejorar las condiciones de vida de los oprimidos y necesitados.

Pero la ciencia espiritual tiene que ahondar mucho más en la cuestión, puesto que de la referida manera no es posible alcanzar un progreso fundamental y verdadero. Quien no lo reconozca, jamás ha reflexionado sobre las causas de las condiciones de vida en que la humanidad se halla. Pues, en cuanto la vida humana depende de dichas condiciones, hay que tener presente que ha sido el hombre quien las ha creado. ¿No es cierto que también fueron hombres quienes crearon las condiciones e instituciones por las cuales resulta que uno es pobre, y el otro es rico? Al respecto, no tiene importancia el que aquellos «otros hombres» hayan vivido antes que los que con las condiciones creadas prosperan o no prosperan. El sufrimiento que la Naturaleza misma impone al hombre, nada tiene que ver con la situación social, sino indirectamente. Este sufrimiento ha de atenuarse o eliminarse totalmente por la acción humana. Si no se realiza lo que en tal dirección resulta necesario, será simplemente por falta de disposiciones e instituciones humanas.

La exacta comprensión de estas cosas nos enseña que todo el mal que con razón puede llamarse de carácter social, tiene su origen en la acción humana. En este sentido no es, por cierto, el hombre como individuo, sino toda la humanidad el «forjador de su propia suerte». Pero también es cierto que, en gran envergadura, ninguna parte, ninguna casta o clase de la humanidad provoca, de mala intención, el sufrimiento de otra parte. Todo cuanto en tal sentido se afirma, simplemente se debe a la falta de entendimiento. Si bien esto es otra verdad que no se pone en duda, es necesario mencionarla. Pues, aunque intelectualmente semejantes hechos son bien comprensibles, en la vida práctica el hombre no procede de acuerdo con ellos. Naturalmente, cada explotador de sus semejantes preferiría que por consecuencia de ello, éstos no tuviesen que sufrir. Ya sería mucho si esto no solamente quedara entendido, sino que cada uno ajustase sus sentimientos en concordancia con ello.

Aquellos que poseen un «pensamiento social» seguramente preguntarán: ¿Para qué sirven semejantes conceptos? ¿Esperase que el explotado tenga para con el explotador sentimientos benévolos? ¿No es lo más natural que aquél tenga odio a éste y que el odio le conduzca a su posición partidista? Y se añadirá: ciertamente sería un mal consejo, exigir al oprimido que para con el opresor tenga amor al prójimo, en sentido de las palabras del gran Buda: «Al odio no se lo vence con odio, sino únicamente con el amor». A pesar de todo, es verdad que únicamente partiendo de este punto se llegará, en nuestro tiempo, al verdadero «pensamiento social»; y es, precisamente, aquí donde entra en consideración el modo de pensar científico-espiritual, el que, en vez de un entendimiento superficial, ha ‘de penetrar en lo hondo de la cuestión. Es por esta razón que la ciencia espiritual no se limita a exponer que estas o aquellas condiciones de vida producen la miseria, sino que —como único examen fecundo— debe llegar a explicar las causas por las cuales esas condiciones fueron creadas y continúan creándose. Frente a lo profundo de estos problemas, la mayoría de las teorías sociales resultan ser vanas especulaciones, cuando no mera fraseología.

En tanto que el pensar se limite a consideraciones superficiales, se atribuirá a las condiciones exteriores un poder que éstas no poseen, ya que ellas no son sino la expresión de una vida interior. Así como no comprenderá al cuerpo humano, sino el que sabe que éste es la expresión del alma, así nadie será capaz de juzgar correctamente las condiciones e instituciones de la vida exterior, sino únicamente el  que tenga presente que se trata de lo creado por los sentimientos y pensamientos del alma humana. Los hombres mismos crean las condiciones en que ellos viven; y únicamente será posible crear condiciones mejores, si se parte de un modo de pensar y de sentimientos distintos de los que poseían quienes crearon aquellas condiciones de vida.

Hay que reflexionar sobre estas cosas en lo particular. Considerándolo exteriormente, parecerá que opresor es aquel que vive con mucho lujo, quien gasta en grandes viajes, etc.; y como oprimido podría considerarse al que no puede vestir bien, ni permitirse otro lujo. Sin embargo, quien no sea inhumano o reaccionario, sino que sepa pensar con claridad comprenderá lo que sigue. A nadie se le oprime o se le explota porque yo esté bien vestido, sino únicamente por el hecho de que yo pague mal al trabajador que me hizo la ropa. En este sentido no hay diferencia alguna entre el rico bien vestido y el pobre con poco dinero para vestirse. No importa que yo sea pobre o rico: exploto al prójimo, si adquiero cosas por las que no pago lo suficiente. En realidad, nadie debería, hoy día, llamar opresor a otro, sin antes observarse a sí mismo. Si lo hace de la justa manera, descubrirá al «opresor» en sí mismo. ¿Es que únicamente para el rico se trabaja o se le provee algo mal remunerado? Ciertamente no es así, ya que la persona que al igual que tú mismo se queja de la opresión, se provee del resultado de tu trabajo exactamente en las mismas condiciones que el rico contra quien vosotros dos dirigís vuestro ataque. El que lo piense debidamente, llegará a puntos de vista, distintos de los habituales, acerca del «pensar en sentido social». Quien reflexione en esta dirección, comprenderá ante todo, que entre los conceptos «rico» y «opresor» corresponde hacer distinción absoluta. Ser rico o ser pobre depende de la capacidad personal o de los antepasados o bien de otras cosas.

 

 

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Con estos hechos nada tiene que ver el que uno explote la capacidad de trabajo de los demás; al menos, no directamente. Pero mucho tiene que ver con otro aspecto, a saber: con que las instituciones existentes, o las condiciones en que vivimos, funcionan con arreglo al lucro personal. Hay que tenerlo claramente presente, pues, de otro modo, se llegará a un total malentendido de lo que se expone. Si hoy me compro un traje, parece lo más natural, según las condiciones en que vivimos, adquirirlo lo más barato posible. Quiere decir: sólo tengo en cuenta lo que para mí tiene importancia. Con esto se alude, precisamente, a lo que rige toda nuestra vida. Fácilmente se opondrá: ¿No es que las personas y los partidos de orientación social tratan de subsanar este defecto, esforzándose en proteger el «trabajo» y que la clase trabajadora y sus representantes reclaman mejores remuneraciones y reducción de las horas de trabajo? Ya se ha dicho que desde el punto de vista del tiempo presente no hay nada que objetar contra semejantes exigencias y medidas que se tomen. Pero tampoco se trata de hablar en favor de cualesquiera de las exigencias partidistas, ni de tomar partido «pro» o «contra», en sentido alguno. Tal actitud queda totalmente exenta de las consideraciones de la ciencia espiritual.

Por más reformas que se establezcan para proteger a la clase trabajadora, lo que, sin duda contribuirá mucho a elevar las correspondientes condiciones de vida: con ello no se atenuará lo esencial de la explotación, puesto que ésta se debe a que cada uno adquiere, con arreglo al lucro personal, lo producido por el trabajo de otro. No importa que yo posea mucho o poco: si lo empleo para satisfacer mi interés personal, en sentido egoísta, esto significa, necesariamente, la explotación del prójimo. No importa que yo, persistiendo en dicho punto de vista, contribuya a proteger el trabajo del otro: con ello tan sólo aparentemente hacemos algo. Si yo pago más por el producto del trabajo de otro, él también pagará más por el mío, pues, de otro modo, la mejor situación del uno, repercutirá en empeorar la del otro. Para ilustrarlo, daremos otro ejemplo: uno compra una fábrica con la idea de obtener para sí mismo el mejor beneficio, y por consiguiente, tratará de pagar a los trabajadores lo menos posible, o sea todo se hará desde el punto de vista del lucro personal. En cambio, si se compra la fábrica con la idea de procurar el mejor sostén posible para 200 personas, todas las medidas a tomar adquieren un matiz distinto.

Ciertamente, en la práctica de nuestro tiempo, el segundo caso no se diferenciará mucho del primero. Pero esto simplemente se debe a que dentro de una sociedad que, por lo demás, funciona con arreglo al lucro personal, el hombre desinteresado y abnegado, como individuo, no puede hacer mucho. Pero todo se presentaría muy distinto, si el trabajo desinteresado fuese general. Naturalmente, el que piensa en sentido «práctico», dirá que meramente por «noble espíritu» a nadie le será posible establecer, para sus propios operarios, mejores condiciones remunerativas, puesto que con la benevolencia no se aumentará el producto de venta de las mercancías, condición indefectible para crear mejores condiciones, incluso para el operario.

No obstante, lo que importa es llegar a comprender que esa objeción es totalmente errónea. Todos los intereses y con ello todas las condiciones de vida cambiarán cuando, al adquirir esto o aquello, se considera, ante todo, no el interés de sí mismo, sino el de los demás. El que sólo trate de servir a su propio bienestar, se empeñará en adquirir todo cuanto pueda, sin tomar en consideración cuánto trabajo de los demás es necesario para satisfacer sus necesidades. Y esto le conducirá a utilizar sus fuerzas en la lucha por la existencia. Al fundar una empresa con fines de lucro para mí, no tomo en consideración de qué manera se movilizan quienes para mí han de trabajar. Pero todo cambia si mi persona no entra en consideración, sino únicamente el punto de vista de cómo con mi trabajo sirvo a los demás. No me veré obligado a emprender nada que resultaría en perjuicio de otros. Pues pondré mis fuerzas al servicio, no de mi persona, sino de los demás; y esto conducirá a un muy distinto desarrollo de las fuerzas y capacidades humanas.

 

Versión castellana de Francisco Schneider